Diario de un espectador
Atmosféricas. Baja el relente que inaugura el día sobre el pueblo adormecido. Santa Cruz del Cortijo cuenta otra vez las mismas historias de hace sesenta años y rinde a quien conoce el lugar todo el encantamiento de los países fabulosos, de las tierras de promisión y prodigio. Del fondo del cuadrangular foso verde de la casa grande despuntan todavía dos aguacates generosos y una bugambilia que ciertos expertos calculan en más de cien años de su edad. El piano se sigue prestando a las livianas manos de los fantasmas y sus notas suenan levemente en lo más hondo de la noche. El patio grande es sujeto de una nueva determinación: no ensuciarán ya su limpio trazo los coches, que deberán ser mantenidos del portón centenario hacia afuera. Y luego, alguien toma otra determinación aún más radical: tumbar los pegotes suficientes para liberar finalmente a la capilla de su oprobioso encierro, de su triste relegamiento como una simple bodega. Brideshead Revisited, la extraordinaria novela de Evelyn Waugh, lo enseñó bien: todos estos años pasados, desde la persecución religiosa hasta el mediocre tufo de los setenta y el fodongo descreimiento de más acá, no habrán servido más que para que, después de todo, haya una lámpara de aceite consagrado brillando muy suavemente en una penumbra de nuevo santificada. Regresará el lugar de la consagración, la transubstanciación, el poder y la gloria.
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Vivir dos vidas: una de viajes. Apulco queda muy lejos, tanto como para preguntar ¿en qué país estamos Agripina? Tiene este noble pueblo, al día de hoy, 259 habitantes justos. Miles están en el norte, vuelven apenas para las fiestas patronales de la parroquia y se van. Hablando con doña Chuy Martínez sale su pedazo de historia. Vive en la más noble casa que todavía subsiste, alineada con un portal de pasmoso empedrado que fue estúpidamente sustituido más adelante con un casposo piso de cemento. El interior de la casa es pobre, limpísimo, suntuosamente elegante. Cuenta la señora que vendió la casa con la condición de que allí ella viviera hasta el día de su muerte. Con ese mortal reloj suenan las campanadas de la parroquia vecina, y la viejita maravillosa, tullida por los años, habrá de morirse como lo que es, una gran señora.
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Avanza la caravana por la carretera que serpentea entre el lomerío. Súbitamente el grácil relámpago gris de un venado se atraviesa saliendo de una curva. El golpe es seco, definitivo. Queda ir a su vera para recibir el último aliento, la postrer mirada de unos ojos de hondísima belleza, el breve estertor con que la muerte recibe al cervatillo, de unos cuatro años, en sus torvos o gloriosos brazos. No queda más que subir al prodigioso al coche, enfilar rumbo a Apulco otra vez. Y allí, convocar al matancero del pueblo, quien con profesional rapidez destaza al bendito animal. Sal de las playas de Sayula para rodear los despojos, hielo para mejor conservarlos. La cabeza, las patas, las criadillas, van por aparte. Ya en Guadalajara un experto chef despieza al venado rumbo a próximo festín. Pero queda la piel, a la que un niño y su maestro proceden a curtir titubeantemente. Matar un ruiseñor, matar un venado: cosa tan grave y definitiva. Amargura de la vida artera, dulzura y sutiles viandas del paraíso brevemente recuperado. Caza del esplendor interrumpido.
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Del enorme Caetano Veloso, algo de una canción que devuelve las semanas pasadas en Londres en algún año de los setentas. Frío, grisura, una muchacha con nombre de rosa que todo lo iluminaba. Un tapatío amigo y su esencial hospitalidad: moriría poco después en misteriosas circunstancias. Compartía casa con unos “vikingos”, como el los llamaba, de estruendosa falta de educación y peor mal humor. Puede ser allí, en Hamstead Heath, en donde quedó sellado el pacto con la antigua Londimivm: acordarse de ella siempre y guardar hacia todos los futuros una astilla de hielo en el corazón, que entonces bien que supo girar en Piccadilly Circus.
Ah domingo lunes/ Aléjate pues otoño/ y la gente se apresura mansamente/ un grupo se acerca a un policía/ quien parece encantado de atenderlos/ es bueno finalmente vivir y estoy de acuerdo/ parece al final tan complacido/ y es bueno vivir en paz y/ domingo lunes yo concuerdo// mientras mis ojos/ van buscando platillos voladores en el cielo// escojo no mirar/ no escojo camino/ pasa nomás que estoy aquí/ y bien que se está/ verdes pastos, ojos azules, de Dios las bendiciones/ silencioso dolor y dicha/ escojo al final decir que sí y digo/ pero mis ojos van buscando platillos voladores en el cielo.
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Príncipe de las Mareas/ Marquis du Cauchemar/ Compte du Désastre/ Earl of Misfortune/ Duke of Bleak House/ Margrave de Tempestades/ Sobrestante de la derrota/ Capitán General de ninguna parte/ Adelantado del quebranto/ Almirante del extravío. Ulises. Ahora mi nombre es nadie.
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