Diario de un espectador
Atmosféricas. Siguen la singladura de la noche los que ni casa tienen. Mientras, el gato pasa una aciaga temporada, como un forajido, arrinconado a ladridos ante cualquiera de sus movimientos. Sin embargo, parece haber un frágil acuerdo territorial entre los dos celosos: de día toda la cancha y sus recovecos es para el can, y de noche el felino puede aventurarse en el jardín y en la terraza de la pérgola. Quienes aprovechan magníficamente la entente son los mofletudos pájaros dorados que, a tiro por viaje, se llevan la comida gatuna. Como resultado, la concurrencia ornitológica prospera, y sus integrantes exhiben cada vez una mayor insolencia. Al principio bastaba un gesto a la distancia de varios metros para que emprendieran vuelo; después se dejan acercar a corta distancia hasta que, burlones, se alzan con su trofeo en el pico. Las chuparrosas, por su parte, se las ingenian para acabarse sus brebajes sin que nadie sepa cómo y cuándo. Nomás alguna, retrasada, deja un rastro en el aire como una pequeña cicatriz sobre la cara de la tarde.
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De transcripciones: “Mira, Diótima, como el mero sonido de tu voz, por siempre ya inaudible, eriza la piel y enardece el ánima trasegada por tantos tiempos sin verte. No es que nada hayas dicho. En alguna circunvolución del cráneo resisten esos dejos de princesa malherida que marcaban entrecortadamente tus delirios. De alguna fotografía ahora amarillenta se levantan tus ecos, cada vez más lejanos. Tus suntuosos regalos, una hoja de papel con dos heridos que buscan sus bocas, o la imagen de una escalinata que conduce a un arco hondo y acogedor, reinan aún sobre la mesa que todavía, en ratos, huele a parota recién cortada. ‘Esta luz corta el aliento’, alguna vez te dije. ‘Córtemelo mejor usted’ fue la fulminante respuesta: y luego un vértigo que todavía dura, y a lo que se ve, jamás se va a extinguir. Imposible no saber que desde los primeros días afinaste tus tácticas, perfeccionaste tus estrategias. No puede, si no, explicarse la infinita serie de rastros, como cargas de profundidad, como campos minados, con los que por siempre sembraste el futuro. Unas eran para hacer naufragar cualquier navegación que alejara de ti, otros son para evitar la recuperación de ciertos patios esenciales, ciertos portales derrotados que una vez, insensato, te entregué en la altura de una mañana. Ah Diótima aleve, ah la artera despiadada. Queda tal vez como remedio partir más lejos, navegar y caminar por lugares donde nunca estuviste. Las islas Seychelles, por supuesto, están vedadas, la Barceloneta, la Promenade des Anglais, los rincones últimos de una barriada en París, la playa destemplada de San Sebastián y su Chillida indeleble. Pero es todavía más grave: imposible regresar a Corto Maltés, a cierto Cortázar, al Cuaderno Gris de Josep Pla, a la música de Brahms, de Estopa, a una precisa canción de Gabriel o de Tom Waits. Todo clausurado, y todo es un territorio en rebelión, en sorda revuelta en la quien se rifa se juega a cada momento la vida. Sin embargo la lucha está perdida, la partida de ajedrez hace mucho que se definió. Queda una torre viuda, dos o tres peones, un rey negro y orgulloso. Y la reina blanca es cruel y con la centella de otra jugada hace perdurar un tormento que ambos contendientes saben indispensable, glorioso. Sin aliento, el perdidoso busca el fin misericorde para tanto despiadado suplicio: ‘Córtemelo mejor usted’, sigues diciendo, con esa media sonrisa que aquellos trances te traían. Total parcial: la guerra de Troya que en tus brazos tuvo lugar no habrá nunca de terminar. Parece.”
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Las tres muertes de un caballero levantino. Se aleja ahora en la memoria tanta sosegada gracia, toda esa sabiduría que les entregaron los milenios de trashumar por los desiertos innumerables. Siempre sabían la estrella que indicaba, infalible, el camino hacia el siguiente oasis. Nunca perdieron el encantamiento con el que las muchachas acudían a ellos, gentiles y livianas como cervatillos. A lo largo de sus edades desplegaron su astucia de buena ley, su fuerza tranquila que bien supo ganar sus batallas. Pero nunca ocultaron las cicatrices del combate, ni pidieron cuartel a ningún enemigo, que avieso, los había traicionado. En las mañanas de gloria levantaron el brazo para que el halcón sagrado emprendiera su vuelo de centella. Parcos y orgullosos, abundantes y afables: siempre eran el mismo. Dejaron, al desgaire, el rastro de sus obsesiones y afectos. Era de ellos el sol que levantaba su dominio en cada jornada, era de ellos la riqueza que compartían como un pan arduamente ganado. Y también la tristeza es de ellos, esa que a una particular hora de la tarde destella en las moradas que fueron suyas, en los altos corredores donde, a veces, rezaban interminablemente. El uno y triple caballero levantino se aparece, mira su candelabro de siete brazos arder, mira su komboloi girar entre sus dedos, escruta el plano de una liviana laguna en retirada. Su descendencia adivina trabajosamente que esas despedidas durarán por siempre, que de ellas, tal vez, podrán descifrar las cartas de navegación que permitan, cierto preciso día de la eternidad, volver a encontrarlos.
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Antony and the Johnsons es una banda remota, intrigante. La voz de su vocalista cala hondo, y despierta imágenes inusitadas, como las de unos ojos de sulfato de cobre. En una canción que se llama Cripple and the Starfish, dicen algo más o menos así:
Fortachón forcejea estallando
Afilado y minucioso contra mí
Pero nomás el oleaje dijo el desvalido
y la mandíbula se cayó hasta el piso
sonríe, sonríe
Cierto es que siempre quise que el amor dañara
y cierto es que siempre quise que el amor desbordara dolor y rasguños
Así que el cerdo lisiado encontró su contento
y gritó que por completo te quería
no hay ni razón ni rima
y cambio con las estaciones
mira como hasta corto mi dedo
crecerá de nuevo como una estrella de mar…
Fortachón miraba impávido
y midiendo sus tiempos nomás me golpeó
y sollocé y sangré como en una ventolera
feliz el desangrado, feliz el arañado
Tan dichoso soy
y por favor golpéame
Tan dichoso soy
así que ven y hiéreme
Creceré de nuevo
como una estrella de mar
jpalomar@informador.com.mx