Diario de un espectador
Atmosféricas. Zorba el grande cumple por estos días noventa años de su edad. Al efecto, su jardín toma su mejor cara, y las calles por donde pasan le otorgan invisible pleitesía. A estas alturas, el maestro jardinero, el maestro albañil, se bate con estoicismo con un achaque que todos saben lo llevará a una tumba que siempre es temprana. El maestro, Zorba, insiste en estar enamorado. Una muchacha cada sábado, un discreto telón que guarda sus secretos. Zorba el joven lo admira hasta la exageración y ensaya sin mayor éxito parecido estoicismo. Pero el temperamento le gana, y sus conquistas siempre tienden a ser más estrepitosas y alarmantes. Total parcial, el viejo jardinero, pegado ahora a un tanque de oxígeno, a un alien que lo persigue, busca vías de escape a su condición. Dice que ahora está mejor, que la semana que entra regresa a su trabajo. En el barrio todos preguntan por él, y el joven Zorba da razón, acarrea los saludos, le lleva algunos regalos. Su casa en Oblatos es ejemplar: une maison de maître, diría el señor que ya no está. Compuesta con reciedumbre y tino, alberga un patio envidiable por donde, ah Borges, se derrama toda la luna.
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La lumbre de Barcelona. Era el dos mil y el aire enrarecido estaba lleno de presagios y de promesas que siempre se iban a romper. Al año siguiente sucedió allí uno de los mejores conciertos que en la historia de la ciudad condal han sido: Mecano. Esta banda inclasificable, compuesta por Ana Torroja (nieta del muy legendario ingeniero) y los talentosísimos hermanos Cano, marcó toda una época española. Ana era una bomba de gracia, de erotismo y ambigüedad en su andrógina y amenazadora presencia. En la escena se agigantaba, se contorsionaba, se volvía una absoluta diosa. La voz alcanza registros diversos, y las piernas perfectas van cortando como unas tijeras el hambre que por ella sienten todos. Cambio luego de año y de escenario. Después del temblor, algunos arquitectos son convocados al muy noble pueblo de Ocuilan, en el estado de México, para intentar reconstruir algo del destrozo. Al efecto, Carlos Zedillo ha dispuesto ante todo un ceremonial. Cada arquitecto, para dar mayor impacto a su actuación, es apadrinado por una estrella. A quien pasa le toca, increíblemente, Ana Torroja como madrina. Veinte años no la han perdonado y quien pasa siente el vértigo del tiempo al constatar sus agravios. Pero la sonrisa y el salero sieguen siendo los mismos. Total, en el patio de la escuela de Ocuilan, arquitectos y señores del pueblo forman una rueda. Zedillo indica entonces qué patrono le correspondería a cada arquitecto. La señora escogida se avienta en los brazos de Ana, y le hace un comedido saludo a quien ahora es su arquitecto. Los tres caminan a las orillas del pueblo, reconocen un pequeño solar, entran en el precario jacal hecho de cartón y hojalata.
Y entonces, parece, es cuando Ana Torroja canta. Una canción para todos desconocida, dicha con una filosa dulzura. El tiempo se detiene, los puercos del fondo del terreno se acercan a oír aquello, los chiquillos del barrio detienen sus juegos, los vecinos acuden, ligeramente alarmados. La canción de Ana Torroja, se sabe entonces, es el proyecto mismo, es el llamado al combate y es la paz restaurada. Sus ininteligibles palabras dictan exactamente la disposición del nuevo hogar. Determinan ante todo que el arroyo que corre al pie del predio deberá ser limpiado y sembrado de sabinos y sauces; dispone que haya un patio nostálgico al que se accederá por un zaguán penumbroso. Dirá Ana Torroja que los cuartos han de ser nobles y prestos a todas las amanecidas. Tiene especial cuidado con la cocina, en donde la lumbre nunca ha de faltar. Describe las plantas de olor que se ubicarán a la vera de la ventana de la cocina. El arquitecto nomás atina a garabatear raudas notas, mientras el encantamiento de la voz y la persona de Ana Torroja cumplen su labor. Parece ser que en el concierto de Barcelona habíamos como veinte mil. En el de Ocuilan apenas una treintena la oímos con fervor.
La casa que Ana Torroja proyectó ese día debe cumplir apenas dos años de nacida. Pero sin duda, junto a los naranjos en agraz alguien prenderá el radio y una voz tan conocida saludará, jubilosa y sensual, a su casa, a su dueña, a su arquitecto estupefacto.
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