Ideas

Diario de un espectador

Atmosféricas. Tiempos inciertos en un otoño apacible, hasta que la tranquilidad, con una sola tormenta, nos regresa a lo más bravío del verano. De repente se da la aparición de una lluvia atípica e increíblemente fuerte y tupida, venida, faltaba más, del lado de la barranca de Oblatos, y que deja su cauda de destrozos en la ciudad. Consecuencias quizá de los desarreglos que sufre el clima global, o tal vez, y más consoladoramente, reiteración de breves temporales en mitad de la estación. Al regresar, el jardín muestra los estragos de las tormentas. Aún perdura el reguero de jazmines voladores y todavía frescos por los rincones. Con paciencia oriental el jardinero levanta su alba carga y la distribuye por las veredas fatigadas por el paso y las sombras profundas.

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El golfo de Cortés. Es la misma visión, y cada vez es radicalmente distinta. Islas, ah, eterna y grandiosa metáfora de la vida, de la continencia, de la fatal soledad. Islas que siempre guardan, inescrutables y orgullosas, algún tesoro. Quién pudiera desembarcar en cada una, hallar su destino bajo las arenas de sus bravías laderas. Stevenson nunca está lejos. Desfila el hondo encantamiento y el ojo juega a reconocer las precarias espesuras que se aferran al suelo erosionado y paciente, a identificar las formas de los cantiles y los farallones indómitos. Un viento cambiante, veleidoso, determina las esforzadas singladuras del velero fiel, las ceñidas de vértigo y de agua en sorda rebelión. Es la hora de acordarse de ese libro magnífico, de magnético título, de Hugo Pratt y su Corto Maltés, silencioso y altivo: Balada de la mar salada. Como una bandera de paz y contentamiento la vela ondea, saluda al mundo, rinde homenaje a la costa esplendorosa, a los abismos que lo protegen y lo guardan, a las islas a la deriva. Por las noches, el canto de las sirenas en la rompiente levanta el  alma, hace llegar el recado de que por allí andan, de que siempre estarán al imposible alcance de la canción de quien pasa -de alguna manera no marinero en tierra- de su búsqueda sin fin ni faros en la distancia.

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Tarascadas de la vida. Everything I love is on the table: Todo lo que quiero está sobre la mesa, canta The National a todo su volumen. Para jugárselo, para verlo quizá perdido. Juego mi vida, cambio mi vida/ de todos modos la llevo perdida, como indeleblemente cantó León de Greiff. El golpe de dados siempre abolirá al azar, y las condiciones de la aritmética de los sólidos platónicos de seis caras se cumplen inexorablemente. Final de partida, suma de lo ido y de lo venido, veredicto del destino siempre en llamas: algunos lo llaman vida.

Fragmentos de un retrato imposible, giratoria obsesión que cruza los años como una estrella fugaz cuya lumbre, a millones de kilómetros, bien que sabe quemar el alma. De esas resurrecciones y de esos derrumbes emergen, como si las casualidades existieran, dos o tres páginas empalidecidas por los días y los años. Dos mil y catorce y el incendio bramaba en todo su poderío. Nomás una muchacha de los mares griegos, tal vez otra de la Barceloneta,  podía tener el gobierno de las tan crueles brasas y sus espadas mortales. De allí, un poema que todavía deja en las manos una huella de pólvora y asombro, un tizne sombrío del paso de una mala estrella, una aureola de júbilo por las lejanas veces cumplidas en el recorrido de la buena estrella -como la de los Magos.

Va una trascripción que quizá nomás entiendan todos los bleidruners que han sido. Por los limonov-zapoi.

¿cómo es que era?

¿cuántas promesas que ardieron

en el vértigo y la gracia?

¿cómo pues aquel perfume

que devastaba el alba de tantos días?

¿cómo exactamente cómo la tonada

que duraba tímida en el aire?

¿cuántas veces el jazmín?

¿cómo es que era?

¿dónde las palabras tatuadas

en las espaldas mojadas del combate?

¿qué del siempre y qué del jamás?

¿cuál pues la salida de este laberinto?

¿quién al final fue el cíclope y quién teseo?

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Elogio desaforado de un geómetra. Basta la catadura para saber que no se detendrá ante nada. Ni pide ni da cuartel, y menos toma nunca prisioneros. Un vistazo, dos, tres palabras, el geómetra cumple lacónicamente su oficio. Dispone un arreglo general de los tejados, una recomposición de la estructura errónea, manda calzar los cimientos. Sólo se demora  en cierto juego de las luces y las sombras que nomás él parece saber. De vez en cuando emite un alarido gutural, nadie ha sabido si de disgusto o de gozo. Muy pocas palabras, muy vasta su obra, no por sus cuantías, sino por el peso incalculable que sabe dar a una liviana ermita, a una casa remontada al final del bosque. Ya dominado por una extraña ebriedad, a veces, avanza unas pocas sentencias. Habla entonces de ciertas mujeres, de la inmarcesible belleza de los icosaedros, de unos jazmines que una vez conoció en la costa griega, del mar hundiéndose mientras emergen el sol y las islas. Se acuerda de tantas derrotas, pero levanta la copa por una nave, que junto con un incierto amigo, atinó a levantar en medio de batallas sin cuento. Luego se duerme como un costal de piedras. Es indudable que busca arduamente un dios ante el que podría rendir las escuadras y el compás.

Vivió en la baja edad media, puede vivir en este preciso día.

 jpalomar@informador.com.mx

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