Diario de un espectador
Atmosféricas. Da una bordada el aire y un distinto filo se siente en las madrugadas. Luces, pasos, preparativos: el hogar enciende sus bondades. Voces infantiles y no tanto, recomendaciones, bendiciones, despedidas. Ritual de lo habitual: la jornada se echa a andar. Zorba el joven y su tripulación ya se alejan. Es la hora en que el olor del café despereza la mañana, en la que, con afilada puntualidad, aparece Zorba, el viejo jardinero. Trae consigo ya el temprano recorrido por la ciudad todavía dormida, una adustez de señor, el ejercicio pleno de la disciplina y la reciedumbre sin cuartel. Y también su legendario humor. Algo se dice sobre las averías que el tropel de muchachos dejaron sobre el prado trasquilado. Una, dos frases hablan sobre la austera benevolencia para los años mozos, sobre la sencillez de los remedios a aplicar. Mientras tanto, el jardín aparece, transfigurado por una gradación de grises que, con infinito cuidado, lo devuelven a sí mismo, lo hacen nuevo.
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Toledo. La imagen es inolvidable como, ciertamente, lo es el personaje. Un fondo rojo recorta la figura inconfundible. Su cara no puede verse, pero bien se sabe quién es. Tiene las manos, rugosas, trabajadas por toda una vida, sobre el rostro. Se adivina su movimiento, de arriba hacia abajo, el sonido del frotamiento de la piel. Es el gesto de quien despierta, de quien termina un arduo trabajo, de quien se hunde en reflexiones sin fondo. Todo esto bien que lo sabía hacer el maestro. Un continuo despertar ante la inexpugnable cara de la belleza, ante el cotidiano descubrimiento de las regiones pictóricas, gráficas, escultóricas que tan bien supo explorar; una inveterada labor por hacer de su ciudad –y al fin, del mundo- un lugar más digno, justo y bello; cavilaciones sin fin sobre cómo extraer del torrente de su alma las visiones que siempre intentaron transmitir una realidad más alta. Toledo de cara entera, el entrañable maestro Toledo que se aleja. Se le vio una de las últimas veces corriendo, volando un papalote.
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Durero. Una palabra entrañable, dorada, insondable. Del mejor grabador de todos los tiempos aparece una cita en el monumental Conquest, de Hugh Thomas, una profunda, implacable y erudita inmersión en el drama de la conquista española. Alberto Durero, en lo más alto de sus poderes, se encuentra en el hall del ayuntamiento de Bruselas con una exposición de cosas mexicas enviadas por Hernán Cortés al Emperador Carlos V. Luego escribe: “He visto las cosas que han traído al rey desde la nueva tierra del oro. Un sol todo de oro, una braza completa de ancho, y una luna, también de plata, del mismo tamaño, y también dos cuartos llenos de armas y de la gente de allá, con toda suerte de maravillosas armas, arreos, dardos; maravillosos escudos, extraordinarias ropas, camas y espléndidas cosas para el uso humano, mucho más gratas de ver que los prodigios. En todos los días de mi vida no he visto nada que toque tanto mi corazón como estas cosas porque entre ellas he visto maravillosas hechuras artísticas, y he admirado el sutil ingenio de los hombres de tierras lejanas. Realmente, no hallo cómo expresar mis sentimientos sobre lo que allí encontré.”
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Recado de Leonard Cohen. Antier fue públicada una de las últimas composiciones del maestro canadiense. Acompaña a la canción un video en el que se observa una silueta, que se cree inconfundible, a través del bosque. Abrigo negro, sombrero pardo. Luego se descubre que es un muy joven muchacho, avanzando entre la selva oscura. La voz, entreverada con una guitarra de vagas resonancias andaluzas, va diciendo unas palabras póstumas, descarnadas, nimbadas sin embargo de una misteriosa esperanza. La composición se llama Sucede al corazón:
Siempre trabajé parejo/ pero nunca le llamé arte/ resolví mis asuntos/ encontrándome con Cristo y leyendo a Marx/ se extinguió mi mínimo fuego/ pero brilla el fulgor mientras muere/ ve y dile al joven mesías/ lo que al corazón sucede//
hay una bruma de besos de verano/ donde traté de hacer trampa/ la rivalidad era encarnizada/ las mujeres mandaban/ no era nada, era la costumbre/ pero dejó una fea cicatriz/ vine aquí a revisitar/ lo que al corazón sucede//
vendía bisutería sagrada/ y me vestía más bien con estilo/ una gata en la cocina/ y una pantera en el patio/ en la prisión de los elegidos/ era amistoso con los guardias/ así que nunca tuve que atestiguar/ lo que sucede al corazón//
debería haber visto lo que llegaba/ después de todo conocía el mapa/ nomás mirarla era ya un riesgo/ seguro jugamos a la pareja de moda/ pero nunca me gustó el papel/ no es lindo ni sutil/ lo que al corazón sucede//
ahora el ángel tiene un violín/ el diablo tiene un arpa/ cada alma es como un pececillo/ cada mente como un tiburón/ rompí cada ventana/ pero la casa, la casa está oscura/ me importó poco/ lo que al corazón sucede//
estudié luego con este mendigo/ estaba sucio, lleno de cicatrices/ de las garras de muchas mujeres/ que fracasó en desdeñar/ no hay aquí fábula ni lección/ ninguna alondra cantora/ nomás un sucio mendigo adivinando/ lo que al corazón sucede//
siempre trabajé parejo/ pero nunca le llamé arte/ era sólo alguna vieja convención/ como el caballo antes del carro/ no tuve empacho en apostar/ por el diluvio, contra el arca/ ves, supe sobre el final/ lo que al corazón sucede//
fui diestro con un rifle/ el 30-30 de mi padre/ pelee por algo definitivo/ sin el derecho a rehusar.
jpalomar@informador.com.mx