Diario de un espectador
Atmosféricas. No declina todavía la tarde cuando las luces parecen fugarse por los resquicios del cielo. Las cosas se acercan, su densidad aumenta. El muro extiende un ala y cobija con cautela al renuevo del jazmín. Un ruido como de cántaros rotos cruza el aire, lámparas tempranas hacen sus fogatas en los rincones. Mucho antes que comience a llover llega el sonido de la lluvia. El gato no se deja engañar, y permanece en su puesto de guardia, en lo alto de una escalera, interperrito. Pero el rumor es inconfundible. Luego sobreviene el silencio, y con él, sin el menor sonido, llega la lluvia. Y se pone a barnizar los ladrillos de barro, a dar a la enredadera un brillo justo. Después se va con el mismo sigilo con el que ciertas mujeres abandonan, como al paso, cuartos en penumbras. Los charcos van desapareciendo como los pañuelos de un mago distraído. Todo el día, cada cuarto de hora, alguien hace tronar un cohete. Tambor lento. El breve sobresalto sirve para ir a otra parte, para imaginar a quién estará destinado este rosario de estruendos, a qué convoca el ritual que alguien celebra en el barrio. Al rato, vuelan todas las campanas de la capillita fiel y constante, la de la frente dorada, la de los ángeles en clara espera.
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De la batea de las postales. Una cabeza muy blanca parece flotar en el espacio. Apenas si toca la superficie en la que reposa. Su autor es Constantino Brancusi. El fondo azul donde la pieza parece flotar, por efecto de la irradiación de la materia, es todo el firmamento. Así, alguien podría dudar de su escala, imaginar una escultura de colosales proporciones, una masa tan poderosa que pudiera ocupar todo un campo de batalla. Pero la batalla es la que da la mujer dueña de esa cabeza en esta vida. Quizá quiera decir, en su magnética quietud, que es posible el advenimiento del milagro en esta escueta desnudez. La cabeza está lejos del esquema: es ella misma en su magnificencia intemporal. El simple juego de proporciones da cuenta de un refinamiento que se decanta desde la más inmediata corporeidad. Queda, tal vez, imaginar el cuerpo perdido. Su liviandad de pájaro, su latir entrañado, la ingrávida sangre que alimentará los pechos de prodigio. Misteriosamente, la blanca mujer de mármol emite algunas veces un rojizo resplandor.
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Quienes se van. Homenaje a Guillermo García Oropeza. La fotografía comienza a ser más pálida. No fue hace tanto tiempo tomada. La escena sucedía junto a la laguna, que apenas si alcanza a ser entrevista. Dos árboles extienden sus ramajes hospitalarios, y el follaje oscuro deja pasar, tal vez, algunas manchas de sol. Un como oleaje de felicidad traspasa al grupo, una evidencia de que el día es el justo, el tequila el merecido. Cada uno llegó cargado de sus propios afanes, de sus derrotas o sus victorias, de las noticias con las que la amistad habría de encontrar su duradero combustible. Barruntos de tentativas, esquemas de castillos en el aire, apuntes sobre la posibilidad o el delirio. Los alimentos terrestres, pues. Mientras dura la fiesta un arco de plenitud levanta a los concurrentes, y por un rato los estragos de la vida se vuelven alas. Alguien habría que fuera capaz de leer los íntimos renglones que en cada efigie subyacen. Porque todo debió estar allí, y la luz imprimió hasta el último trasunto que llevó a ese lugar preciso, a ese mediodía justo, a los presentes. Y mucho más: una Mirada más alta dejó así dicho todo lo que el incierto futuro guardaba para cada quien.
Una cita de Proust dicha por lo bajo en perfecto francés estableció tal vez el talante de esas horas tan livianas. El arquitecto era ferozmente fiel a sus querencias. La usura del tiempo, el estrago de la andadura, nunca pudieron vencer a su discreta determinación. Como les sucede a algunos personajes de Graham Greene, Guillermo, a pesar de cualquier circunstancia, nunca pudo escapar a un cierto estado de gracia, a una lucidez serena. Siempre queda, de su gentil trato, un regusto a vieja urbanidad, a civilización, a páginas memorables, a un fino humor levemente ácido, al final compasivo.
La fotografía comienza a ser más pálida. Inexplicablemente, los participantes parecen haber mudado un poco sus posturas. Pero al mismo tiempo, todo es igual. Las manchas de sol, como charcos de oro, guardan sus posiciones. El mantel blanco y azul aún ondula al aire. Examinando las frondas cualquiera diría que se han vuelto un poco más espesas. Es extraño. Repasando al grupo de la teutona comparecen las mismas presencias, las mismas caras queridas. Hasta que, distraídamente, el ojo encuentra la mudanza. Allí donde estaba el arquitecto no queda más que un sutil resplandor, un discreto retrato de la ausencia. A su silueta corresponde ahora un claroscuro de ramas, un relente del aire tan liviano de la laguna. La imagen, quién lo sabe, seguirá su navegación. Ineluctablemente cada vez el grupo será más ralo. Hasta que no queden más que dos viejos árboles, una línea de sombra, una cinta azul en la frente de la laguna. Y, de seguro, la huella invisible de tanto fuego, de tanta flama. Y, primera traslación, la hondura de la pérdida del querido Guillermo García Oropeza.
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Coda. Venecia: una pequeña calle, en una de cuyas esquinas se lee su nombre: Calle del Amor de los Amigos. Discreta y sin embargo señalada celebración de los lazos de cariño y solidaridad que unen a través de los años a la gente. Lujos de la prodigiosa Serenissima: dedicar unos cuantos metros de su tejido inmortal para hacer una pública declaración de ciudadanía al noble ejercicio de la fraternidad y al indestructible y gratuito vínculo que une a los que se saben amigos. Queda imaginar, a estas alturas, las amables caminatas que por este callejón encantado suscitaría la plática con los ausentes hermanos de elección. Y avivar siempre, al amor del fuego de la amistad, todo lo que el mundo, todo lo que la vida aleve tienen por arder.
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De Bryan Ferry, un fragmento inventado. Cuando entra en el cuarto/ sabes entonces/ por qué partir es inútil/ y aunque sea más que hora de irte/ sabes que no puedes huir/ que debes quedarte/ hasta que su risa se haya disuelto en el aire/ así que hablas con los muros/ que todo lo han visto y todo lo han oído/ y tus amigos de los buenos tiempos enmudecen/ Ella entra en el cuarto y la alarma se declara/ un incendio portátil precede a la muchacha indiferente/ amagos de inundación amenazan al edificio/ y todos saben que nomás su belleza y su gracia habrán de salvarlos.
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