Diario de un espectador
Atmosféricas. Canciones que salvan: Tenías contigo tu alma, y a mí me valía madres, derivaba y podía olvidar, que me quedaba nomás una pluma, que usaba en la isla de mi cabeza, y nomás tenía una cosa por hacer, y no la podía todavía hacer.// Te fuiste como llevándote el cielo, dijiste que el amor te colma, te saca del pecado innumerable y te levanta, me puse peor que nunca, y nomás no encuentro una manera de perdonarme, y nomás me quedaba una cosa, y no podía verla todavía.// Le ordené a mi corazón cada palabra que he dicho, ni idea tienes lo duro que morí cuando te fuiste, si me abandono a mis trances ¿podré jamás recuperarte?, nomás tenía una cosa por hacer, y no la podía ver todavía.// Tenías contigo tu alma, y a mí me valía madres, me valía madres.
La laguna de Chapala, desde el jardín del Club de Yates, despliega el vasto poderío de las mujeres cuya noche estuvo preñada de orgasmos peregrinos. Ya se van levantando las nubes que copularon con las aguas hasta hartarse. Ya zarpa anclas la isla de los Alacranes y se pierde rumbo a Tuxcueca. Por su parte, la isla del Presidio levita sobre el impecable espejo y está por despegar rumbo a la constelación de Andrómeda. El doctor K, imperturbable, acata tanto prodigio como si fuera cosa de todos los días, como si en la Condesa eso se viera a diario, como si en el bosque de Chapultepec fuera esta amanecida sobre las aguas una cosa cotidiana. Huevos y tocino, papaya y café. Nadie dice nada sobre el milagro: no sea que desaparezca. Luego ver un parque que ha de ver mejores días, una hilera de casas que habrá que rescatar, una casa blanca con la escalera esgrafiada en la fachada bajo una hilera de triángulos que habrá de ser la morada futura. Tampoco se dice nada, y sigue nomás llegar a 180 por hora a alcanzar un avión.
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Elogio del Despeñadero y del señor locutor que se acaba de morir, pero sobre todo de un señorón: Poncho Martínez. Entra la madrugada como un carruaje al galope. Termina al fin el programa. El oyente permanece al borde del radio, agotado. Qué regreso al pasado, que vértigo de lo que viene. Trépenle, es la orden que ritualmente se cumple, como hace veinte años arrullando a una niñita con lo más oscuro del metal, como hace treinta años en el despacho en llamas. Como en esta madrugada que oscila como un incensario que glorifica al Padre. He aquí la estética de la putrefacción, para educación y edificación de la banda que intercambia recados eléctricos en la noche. Santa Cecilia llamando a los Arenales Tapatíos, las Mesas de los Ocotes llamando a Oblatos, Ciudad Perdida llamando a Barrio Extraviado. El despeñadero es una razón de vida para la banda, es una tabla de salvación, un alucine dicho con la ronca voz de todos los metales. El despeñadero es, con la mano en la cintura, el mejor programa del radio tapatío, del radio de muchos lados. Trépenle: viva el despeñadero.
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La mujer que yo quise se volvió un fantasma: yo soy el lugar de las apariciones. (Esto es un plagio, recordado en las playas del mar Tirreno, de tantos mares.)
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Magenta, para seguir con los superlativos que tanto favorecen a estos renglones, es la mejor revista de diseño de México. Es el soliloquio desaforado de un solo hombre, de un solo arquitecto y diseñador de excepción: el maestro Felipe de Jesús Covarrubias y Álvarez del Castillo. Cada número una obra de arte construida con sangre, sudor y lágrimas, entre la guarida de la colonia Americana y Comala. Si esta ciudad tuviera tantita vergüenza, si el oligofrénico gremio de los arquitectos y diseñadores tuviera tantito criterio, el tiraje de cada número sería de treinta mil ejemplares. Que quede dicho: alguien se levantó y agitó las banderas de lo bien hecho, de lo claro, del buen gusto y de lo rojinegro: Felipe Covarrubias. Que quede la advertencia: dentro de tres generaciones las tonterías que ahora construyen los arquitectos, las necedades que diseñan los diseñadores, estarán cien veces muertas y sepultadas. Y algún muchacho, esculcando entre los papeles del abuelo, se hallará con una serie de pequeñas publicaciones deslumbrantes. Y con cada número de Magenta, ese muchacho aprenderá a hacer las cosas, todas las cosas.
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Bailan las muchachas, giran con la ebriedad de barcos en una frenética deriva. Levantados los pechos, aguzados los pitones, prosiguen su caza inmemorial. Bergamota ejerce su imperio, Andrés Aguilar guía el ritual. Alejandro Ramírez, el más destacado paisajista de la comarca, toma el micrófono y recita una melopea incomprensible que muy sorprendentemente todo mundo comprende. Los muchachos asedian como lobos al Doctor K en busca de entender cómo le hace para ser el más aventajado dibujante arquitectónico de este país. La musa María Eugenia tiene, luego de cuarenta años de trayectoria, pánico escénico y avienta la guitarra que con tanto trabajo se le consiguió. Ocho hermanos prefieren no comparecer de puritito miedo, o de iracunda venganza. Nada importa porque las muchachas bailan y van y vienen hablando de Miguel Ángel. Toda la casa es luz y una pieza de Jose Dávila magnetiza las miradas que valen la pena. Bailan las muchachas y el aire huele a almizcle y sexo, a días por llegar, a una brutal esperanza que no toma prisioneros, no da cuartel. El amor habrá de aniquilarnos, dice la División del Gozo, y todo mundo se queda como si tal cosa. Cada fiesta es una bacanal, cada reunión alrededor del tequila es un incendio, cada vez es la nueva piel para la vieja ceremonia. Suceden sacrificios humanos, mutilaciones rituales, ofrendas de sangre y esperma.
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Big in Japan. Se dice de las bandas de rock que tienen que exiliarse en el imperio para poder aspirar a que alguien las oiga, que el clamor del público oriental les depare éxito en sus tierras. Pocas lo logran, la mayoría de sus integrantes se suicidan en el lance. Va nuestra espada en prenda: y en el destartalado tocadisco suena a todo volumen la indeleble canción de Alphaville que todo lo describe y explica: Big in Japan.
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