Diario de un espectador
Atmosféricas. Noticia del jardín fraterno. Deslizan sus mantos las sombras más sutiles del mediodía. Las granadas enseñan el relumbre de sus rojos y un verde sin par entrega el contraste preciso que dicta la hora. La huerta prospera y a su amparo se suceden los prodigios. Los muchachos se internan en el jardín que les va contando cosas remotas y sin embargo inmediatas. Sin duda aprenden del cielo tornadizo de la estación, de la perspectiva de la breve arboleda, del calmoso avance de la pérgola rumbo al patio. Miran después, desde la atalaya, el esplendor de unas torres, la esférica majestad de una cúpula magnífica en su amarilla gracia, el tránsito de las nubes peregrinas.
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Hablan los muchachos de visiones inéditas, del transcurrir por calles nunca antes consideradas, de arquitecturas que despiertan curiosidad y asombro. Se internan por la ciudad hospitalaria, aprenden de sus gentes y sus modos. Van así edificando una urbe que su mirada renueva y fortifica. Regresarán a su ciudad con un aliento distinto, con un impulso por reconocer los propios lugares, los diferentes ritmos que creían tan familiares. Es así como a lo largo de los siglos se entretejen destinos y costumbres, como se enriquecen y multiplican las civilizaciones, a través del paciente intercambio de distintas maneras de vivir, de estar sobre la tierra. Los paisajes entrevistos en los caminos habrán de ahondar el viaje, de prestarle un clima cada vez variado, insólito en la claridad de su dominio.
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El señor del carrito del súper avanza por el carril izquierdo de la principal avenida de la ciudad. Va indiferente a lo que alrededor sucede, a los cláxones insistentes, a la alarma de quienes lo van viendo pasar. De vez en cuando una inclinación de cabeza saluda a la bondad de algunos extraños. Todas sus terrenas posesiones van en su vehículo de fortuna. Pero no pide clemencia, camina, determinado, rumbo a un lugar que nomás él sabe. Lo acompañan, invisibles, todas las generaciones que se dieron a la errancia. Y de alguna misteriosa manera le presta un ánima a la ciudad.
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Dolor y gloria, de Pedro Almodóvar. La película transcurre con un fin determinado: contar una historia que por estos días encuentra, mediante el azar y la nostalgia, el cruce de caminos de una vida. Una particular atención a los objetos es destacable, como si su conjunto, o alguno en particular, fuera un personaje más en la trama. Entre los juegos que el director propone figura destacadamente la alternancia de los colores característicos usados con frecuencia en su trayectoria. La historia de un director maduro y se reencuentro con un antiguo actor de su obra plantea una serie de temas que van desde la dificultad de la creación, la inevitable usura de los cuerpos, los vaivenes del ánimo, los laberintos de las drogas, el arduo regreso a los triunfos del pasado. Paralelamente, la película va narrando la difícil marcha del protagonista a través de una precaria infancia, la compleja y entrañable relación con su madre, el descubrimiento de su propia sexualidad, la adaptación a los devenires de la fortuna. Distintas capas de narración van conformando el retrato del protagonista a través del que se logra evocar cualquier tránsito vital. En medio del desgarramiento y la soledad existe, al final, una esperanzada alternativa: la de la reconciliación con el propio destino, con el desgaste de la salud y el ánimo, con antiguos amigos, viejos amores, que reafirman una solidaridad humana que de alguna manera reconforta y fortifica para cumplir las jornadas.
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Una traducción aproximativa y libre de una magnética canción del francés Claude Nougaro: La isla Helena
Sentado en un banco de cara al océano
Ante el océano siempre igual a sí mismo
Pensativo un hombre se mesa el cabello
Interrogativo, en qué pensará él
En qué pensará presa de sí mismo
Piensa en su isla, en la isla Helena
Si es que la isla lo quiere también
Sentado en un banco de cara al océano
Ante el océano que nunca es el mismo
Entre el lascivo rumor de los arrecifes
Que las olas repiten una y otra vez
A qué sueña él eterno bohemio
Sueña en una isla cuyo litoral
Tiene el puro perfil de un amor total
Sentado en un banco de cara al océano
Ante nada menos que la tierra entera
Que nunca enterrará las hachas de guerra
O tan poco, tan leve, que es una ilusión
Piensa que el viento enfría ya su rostro
Sabe que el amor te hace delirar
Sobre todo piensa, de cara al océano
Bello esclavo azul que rompe sus cadenas
Piensa en su isla, en su isla Helena
¿Es que ella lo quiere
Y la piensa también?
jpalomar@informador.com.mx