Diario de un espectador
Atmosféricas. Pasan las semanas y los años. El jardín amanece húmedo, agradecido por la estación que despliega sus dones. Cada árbol y cada planta reciben a su manera a las lluvias que recorren el valle. Y entonces renuevan su vigor, acumulan las fuerzas que les harán cumplir su ciclo intemporal. Las presencias de los amigos, de la inconmovible fraternidad, de los afectos construidos a través de los años vuelven a establecer el camino que se recorre, reafirman la voluntad y el vuelo. De repente las calles desaparecen bajo un manto de aguas en fuga. Se llevan en sus reflejos, brevemente, la imagen de la ciudad que acoge como mejor puede el temporal. Correrán los caudales rumbo al mar lejano, llevando noticias de todo ese recorrido.
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Beirut es una muy original banda. Sus integrantes, dirigidos por Zach Condon, han abrevado largamente de la música oaxaqueña, de su inigualable empleo de los metales, de sus ritmos melancólicos o festivos. Así, componen a veces canciones remota y cercanamente familiares, entrañables. Confieren a ciertas tonadas el aire de las sierras del sur, el genio de quienes desde siempre traducen sus cadencias en notas inolvidables. Tal vez sea eso lo que Beirut evoca, y sólo evoca, en una composición a la que se titula La Llorona, el más que querido lamento que recorre el alma de quienes por generaciones lo han oído, y lo traducen cada vez en su muy particular talante. Uno de esos talantes tiene así, en Beirut, un extraño eco, una canción acompañada de los mismos metales, cuya traducción, siempre aproximativa, podría ser:
Siempre lejos de ver más que la vida
Yace la mañana muy lejana ya de la noche
Ningún hombre podrá jamás robar su corazón
Pero con el brillo de los oros ensayaré mi suerte
Y todo lo que lleva a la caída
Si no caminas, bien podrás reptar
Y basta para la caída
Qué sereno mundo tras de todo
De las cosas que adivinaste venir
Qué instante fue a pesar de todo
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Remoto entonces el jardín de las delicias. A través de los tiempos solamente entrevisto, adivinado en el surcar de las estaciones. Combustible para los días futuros, y siempre el aliento de las singladuras que vendrán. El rojizo resplandor que ya regresa, destellos de la bienaventuranza cierta y perdurable. Ecos de cierta canción que así se traduce en el ánimo, de una tonada que persiste a través de los años y las ciudades.
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Al borde de la laguna de Cajititlán, la bellísima, queda el pueblo de San Juan Evangelista. Hace mucho no visto, permanece en la memoria la portada modesta y espléndida de su iglesia, las calles dignas y sus casas limpias, los lienzos de piedras recias, vigorosas. Las arboledas se extienden contra la masa azulada del cerro venerable. De allí llega, regalo de un muchacho güero, una botella de ponche que las gentes del lugar han producido. Trae su sabor el relente exacto de su origen, el sentido todo del campo circundante, del humo azulado que se levanta, de una sabiduría que así, desde siempre se ha decantado.
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La sección dominical de los monitos de este periódico encadenan las generaciones. La gracia, el humor, las peripecias de sus personajes de aventuras, tal el Fantasma, han creado a través de los años una sucesión de lecturas apacibles y gratas. Forman, desde el humor y la fantasía, un retrato de épocas sucesivas. Es de celebrar, en estos arrebatados tiempos cibernéticos, la duración de los monitos, testigo de una gráfica variada, inventiva, de una reconfortante placidez.
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Las afamadas máquinas de Leonardo da Vinci resultan siempre una lección duradera. Cumbres del ingenio humano, invenciones en cuya factura se mezcla un profundo conocimiento de la ciencia, una creatividad sin límites, y una belleza constructiva que no deja de producir asombro. En estricto paralelo a su arte inigualable, Leonardo aplicó los mismos principios compositivos a sus indagaciones de las ciencias y sus aplicaciones. Queda siempre la enseñanza de un sabio sentido común aunado a los vuelos, que frecuentemente se dirían líricos, de una imaginación inagotable. Siempre en la frontera de los últimos descubrimientos y la premonición empíricamente fundada de lo que muy posteriormente habría de venir, la revisión de los artefactos científicos de Leonardo invitan a entender la fuerza y la posibilidad de que es capaz el pensamiento humano.
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De una de las espléndidas descripciones del gran Julio Verne en su inolvidable novela Matías Sandorf: “En esta parte del mar que empieza en el estrecho de Mesina, cuya orilla está circundada por las cordilleras de Calabria. Tales como este estrecho, esta costa, esos montes que domina el Etna eran en tiempo de Homero, lo son todavía hoy, soberbios. Si el bosque en el que Eneas recogió a Aqueménidas ha desaparecido, la gruta de Galatea, la de Polifemo, los islotes de los Cíclopes, y, un poco más al norte, las rocas de Caribdis y de Escila están siempre en su lugar histórico, y puede ponerse el pie en el mismo sitio en que desembarcó el héroe troyano cuando vino a fundar su nuevo reino.”
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