Ideas

Diario de un espectador

Inusitadamente vivaces, algunas aguas de mayo vienen a remover los calores de la estación

Atmosféricas. Inusitadamente vivaces, algunas aguas de mayo vienen a remover los calores de la estación. Por un rato el aire recupera su familiar templanza y aparece un vislumbre de las aguas que avanzan hacia su temporada. Rodando rumbo al jardín, a través de una amplia sección transversal de la ciudad, kilómetros hacia el sur, surgen poco a poco los descubrimientos, los pequeños rasgos que dan carácter y signo a los barrios que se van cruzando. La frecuentada tienda de abarrotes, lugar de intercambios y saludos, las ubicuas tortillerías cordiales y activas; casas que su pinta hace destacar, grandes negocios anónimos, vigorosos o taciturnos talleres, toda la variedad que hace la intrincada vida de los vecindarios que se suceden. La ciudad, pues.

En la otra punta del hilo el jardín de siempre sigue sus ritmos cuidadosos. Las frondas evidencian con sutileza los amagos de las lluvias. Embates del viento del poniente, hojarascas alborotadas, floraciones persistentes. Los muros encuentran otra vez su blancura, y los operarios animan la mañana con su buen humor. La reiterada mano cuidadosa del maestro jardinero fructifica los verdes, atiende a los brotes, sitúa un macizo de plantas trashumantes en el rincón de su elección. Y las fieles sansevieras muestran su contento.

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El árbol de la caravana. Duró toda la vida. Primero un arco reconocible al final de la banqueta: y los pasos colegiales encontraban grato pasar a través de su comba. Creció el árbol, crecieron los pasos y el tránsito bajo el tronco de la jacaranda se volvió un leve gesto de respeto, una caravana frente al benévolo guardián vegetal que prodigaba su sombra por toda la esquina. No sin preocupación el ojo calculaba a veces la declinación de su fuste, el peso de sus ramajes. Tormentas y ventarrones lo dejaron siempre milagrosamente incólume. Corrieron las décadas y ninguna temporada pasó sin la puntual floración. Otras generaciones aprendieron del arco y de la caravana, mientras sus pasos se alargaban insensiblemente. Y qué rápido. Nadie llegó para demolerlo: un día de hace n o mucho el árbol silenciosamente se apagó. La limpia estructura mostró su desnudez por algún tiempo. El gesto decía ahora un largo adiós. Posiblemente alguien se haya detenido para pasar la mano por esa curva entrañable, por esas rugosidades indómitas que tanta savia supieron transmitir. La savia de su propio aliento, y el aliento de la savia que por más de medio siglo todos quienes por allí pasaban respiraron. Llegaron al fin los empleados municipales. En poco rato el árbol, no la caravana, había desaparecido. El feroz chirriar de las sierras no logró apagar una canción, alegre como los pasos de los colegiales, que sigue adelante.

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Dice Richard Serra: “Si defino una pieza y la ciño a los límites de la definición, conforme a mis intenciones, eso parece constituir un límite para mí y una imposición para los demás a la hora de enfrentarse a mi obra. Además, es algo que no tiene que ver con mi actividad ni con mi arte. Creo que la importancia de la obra reside en su esfuerzo, no en sus intenciones. Y ese esfuerzo es un estado mental, una actividad, una interacción con el mundo.”

Monolitos en San Jacinto. De la interacción con el mundo. Hace algunos años surgió al oriente de la ciudad, donde solía haber un desastrado taller mecánico, un parque que progresa. En su esquina, un conjetural chorro de agua dio ancla a una obra de Jose Dávila. Una serie de monolitos de concreto ajustados minuciosamente a la gravedad y a la gracia. Diciéndolo todo no expresan más que su presencia, su materialidad que ahora se ofrece al tiempo y a las eventuales inscripciones de manos juguetonamente transgresoras. Pero, es claro. Las claves no se habrán de develar, personales e intransmisibles, más que haciéndose misteriosamente cargo de todo el estado mental del artista, quien a través de los tiempos y las tentativas, generó este preciso esfuerzo, abierto, como lo sabe hacer el verdadero arte, a la particular recepción de quien lo considera. Así, las cambiantes sombras de los árboles vecinos, el rumor de los juegos infantiles, el tráfago de las calles o el paso vivo o cansino de los transeúntes encuentran, junto con el ajeno universo del autor, su único lugar en el mundo, la específica y única experiencia estética de quien todo esto recibe en una esquina de la ciudad.

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Volver, cada vez, a Eliseo Diego, a su poesía contenida y honda. Recordar entonces su presencia fina y comedida de gran señor cubano, la pura bondad de una mirada muy joven. Y algunas palabras que, de tan olvidadas, son indelebles.

Fragmento

Pero si un niño vence al animal sombrío
de la tarde, al siniestro señor de los rincones,
con un viejo pedazo de madera, descubres
que la luz nos amaba, y que asintiendo
sabiamente los árboles, llenos de antiguo polvo,
nos ofrecen la sombra, sí, la última penumbra,
como quien da un consuelo, una esperanza.
(Porque si el mar de invierno toca la orilla de la playa
como quien dice adiós a lo perdido, lejos
la gaviota inmóvil contra el tiempo deslumbra
como un advenimiento: la sal, la sal tremenda
en la mansión del ángel.)
Y si un sueño transforma
las grietas del muro en los sagrados ríos
de donde no se vuelve, una pelota salta
en el sol como el mundo, y es un dios más real
que la salud quien sueña los prodigios, los juegos.
 

jpalomar@informador.com.mx

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