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“Desaparecida” en el Torito

Si Ruth hubiera dicho a qué se dedicaba, quizás no habría sido privada de la libertad por beber dos cervezas. Podría haber recibido un trato diferenciado y hasta pasar sin problemas el filtro de alcoholimetría que se instaló hace una semana en la Avenida Acueducto, en Zapopan.

Pero, asumiendo la responsabilidad de manejar luego de consumir alcohol, decidió ceñirse al protocolo. El problema es que, en ese protocolo, Ruth desapareció en manos del Estado.

Una vez que las pruebas que le hicieron dieron positivo, le quitaron su teléfono y la esposaron a una silla. “Así es el protocolo”, le dijeron.

Permaneció al menos una hora en el módulo de la avenida. Pidió que le permitieran avisar a sus familiares que se hallaba retenida. “No. Ese es el protocolo”, recibió de nuevo como respuesta.

Nunca le quitaron las esposas, pero sí sus pertenencias. Las pusieron bajo resguardo porque… pues protocolo. Y aunque nunca opuso resistencia, Ruth percibió que recibía el trato de una peligrosa delincuente. Brincó de su asiento cuando era trasladada al Centro Urbano de Retención Vial por Alcoholimetría, pues el conductor decidió ignorar sus peticiones y, para callarla, pasó a toda velocidad por un bache.

Y en el contexto actual, donde Jalisco es el Estado con más casos de desapariciones, aislar a una persona es, cuando menos, una decisión indolente. En su construcción y evolución, el “protocolo” dejó de ser un mecanismo de seguridad y se convirtió justamente en lo contrario.

¿Cuál es el problema de que una persona que fue retenida por conducir alcoholizada informe en casa que se encuentra bien? ¿Por qué le dijeron que, si hubiera revelado a qué se dedicaba desde un principio, el trato habría sido distinto?

Sencillo: el protocolo tiene excepciones. Privilegios. Cuando Ruth se hallaba en su celda y los guardias revisaron una credencial que la liga con una dependencia de seguridad, le ofrecieron una cobija extra y hasta pastillas para que conciliara el sueño.

Y, mientras tanto, su celular no paraba de sonar. Sus familiares y amigos sabían que debía llegar desde hace horas a casa y… pues esto es Jalisco, no puedes simplemente dejar el teléfono sin atención y esperar que todo fluya con normalidad.

Aquí, si no contestas en cinco llamadas, la alerta se enciende como impulso natural de la horrible realidad que atravesamos. Esto es Jalisco.

“Sí, me tomé dos chelas y asumo mi responsabilidad. Pero no era como si hubiera cometido un delito. No estaba borracha”. Ella reconoce que, en la teoría, el operativo Salvando Vidas es bueno. La prueba está en los indicadores de muertes por alcohol y volante que han pasado de un promedio de mil 200 por año a menos de 800.

Y, por supuesto, una sola vida salvada vale todo el programa. Pero los abusos que se cometen en él se cocinan aparte. Porque, además, Ruth recibió burlas de los guardias al quejarse por las condiciones en las que se encuentran las celdas del “Torito”.

No es un secreto que en los más de 10 años de Salvando Vidas se han presentado altercados con individuos alcoholizados, quienes, intoxicados por la bebida, han llegado al punto de agredir a las trabajadoras, quienes sí se ponen en riesgo durante su labor. Pero homologar el trato entre los que muestran una actitud violenta y quienes aceptan la reprimenda (porque eso es: una retención y no una captura) es falto de criterio.

Y ese mínimo criterio abona en aumentar la paranoia que atraviesa una Entidad en donde los hijos, los padres, los estudiantes, las mujeres, los niños y las personas que le importan a una familia simplemente “desaparecen”.

Esto es Jalisco. Donde el personal de la Fiscalía ha privado de la libertad a estudiantes que pretendían manifestarse. Donde una mujer fue asesinada justo cuando estaba afuera de la residencia oficial del gobernador. Donde madre e hija fueron baleadas al tratar de pedir ayuda en las oficinas del Ministerio Público de Poncitlán.

Ya es bastante. No debemos normalizar que las personas “desaparezcan” en manos del Estado.

isaac.deloza@informador.com.mx

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