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Desánimo, ¿por qué no?

El ciclo de los gobernantes. El federal y el estatal emiten sus democráticos estertores. Dejarán de ser lo que fueron y en su respiración desacompasada por jalar el último oxígeno de la atmósfera política que los contuvo, claman porque aquello que en su desvarío postrero contemplan como legado luminoso, realidad inapelable, no se reduzca a mueca repulsiva apenas se apaguen, ésa que la historia embalsamadora maquillará, sea según el espantable recuerdo al que se hicieron acreedores, sea con la bondad que deudos agradecidos impongan, merced a sus hechos que en algo los rediman, o que cuando menos se les pueda aplicar aquello que cantó Chava Flores en Cerró sus ojitos Cleto: “Cuando vive el infeliz, ya que se muera / hoy que está en el veliz, qué bueno era”. Aunque el mirar con condescendencia al gobernante ido sucede más bien por contraste, según el axioma comprobado sexenalmente: lo peor está siempre por venir.

Pero todavía no fenecen y ya en el horizonte aparece el velamen de la nave de quien ocupará su lugar. Las bodegas llenas del futuro, ubérrimo y justo, que traen de tierras ignotas (nunca explican cómo harán para que semejante porvenir se aproxime). La mera presencia del sucesor hará que se diluyan los males que hereda; males que para quien se ofreció para regir son meros escalones para instalarse en la cima y esgrimir desde allá el artilugio mágico (nunca explican en que consiste el truco) para convocar los bienes de ensueño de los que sólo ellos, o ellas, son capaces; como toreros de antaño exigen, soberbios: dejarme solo, conmigo (y con mis amigos-mozos de espada) basta. 

El metafórico deceso del anterior se cumple, el día y la hora estaban estipulados. El advenimiento del ungido es inevitable. Durante unos meses, pocos, parece crecer, fertilizado por las promesas que puestas en el sustrato social lo llevaron al trono y que, por una amnesia recurrente en quien accede al poder público por vía de las urnas, no tarda en olvidar. Luego, de a poco, comienza a notar que por más que sacude la varita de prodigios que con tanto garbo usó en la campaña electoral, las calamidades que le parecieron poca cosa cuando quien las enfrentaba no era él, o ella, gruñen, le enseñan los dientes, lo muerden, le dan la vuelta, lo marean y peor: se multiplican.

A la mitad del ciclo no puede quitar la mirada del pasado, lo ve con encono y lo culpa de lo que no ha podido hacer (si uno analiza con detenimiento sus dichos, en el fondo lo culpa también de lo que no ha podio siquiera entender). Pero asimismo voltea a los lados, desde donde otros órdenes de gobierno y poderes fácticos lo amenazan y le exigen. Entonces sucede la metamorfosis del futuro que tan nítidamente delineó: la crisálida que él liberaría mariposa se convierte en un amasijo grisáceo de estadísticas, de recuentos de gobierno inconexos con la realidad, de justificaciones construidas con los retazos de lo que achaca al pasado y remiendos con hilos de los que le deja el presente. Cuando el fin, el suyo, ya no se ve remoto, exclama: a pesar de las circunstancias lo he hecho de maravilla, incapaz de reconocer (a lo mejor no ve la necesidad de reflexionar al respecto) que sus acciones y sus omisiones son constitutivas de esas circunstancias que le pesan y que él mismo, o ella, es circunstancia de las circunstancias, según Ortega y Gasset: perdidos mutuamente. Salvo que, en el corazón de la circunstancia, incluida la que componen de los gobiernos, está la sociedad, a la que ya nomás le incumbe atestiguar el inicio del cierre del ciclo: estertores, aguardar el arribo de la nave en la que viene quien ofrecerá… etc., y mantenerse fatalmente encadenada al repetido periodo depredador, en aras de una fantasmagórica democracia, en aras de una legalidad y en aras de instituciones que sirven sobre todo a los poderosos en busca de más poder.

Descrito el ciclo, si es de aceptarse la descripción (admite variantes y otros elementos), la reacción de quienes están de salida podría ser: coincido, pero no es mi caso, yo en verdad obré portentos -revisen mis informes- y no hice más por dos motivos: porque no quise, así soy yo, y porque tuve enemigos, locales y foráneos, que no quisieron que mi estado, o el país, se desarrollara como me lo propuse. En cambio, el reflejo de quien esté por sentarse en el sillón de mando podría ser: yo frenaré la inercia de la vorágine, ya verán; aunque no aclaren detalles imprescindibles para saber si en verdad lo hará: ¿tiene un diagnóstico preciso y compartible de las circunstancias en las que se insertará su gobierno? ¿Hizo una valoración honesta de la circunstancia fatal: él o ella misma? Ambos diagnósticos ¿son el origen de los perfiles de quienes serán su equipo para gobernar? Y de cada uno de ellos ¿dirá los méritos que poseen para hacerse cargo de problemas concretos? Y con lo anterior ¿hará un plan basado en el presupuesto con el que objetivamente contará? Una cosa, entre muchas otras, ya aprendimos: el círculo vicioso no se interrumpe con discursos, con buena voluntad, apelando al apoyo de un pueblo que es subjetividad inerte o con una personalidad chispeante. Pero la pregunta central es, dado lo que ha durado ¿a quién no le interesa que se quiebre? La clase política se reproduce y prospera en serie, en su rueda de la fortuna: unos suben, otros bajan, pero siempre los mismos, al menos en formas y fondos.        

agustino20@gmail.com

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