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Delitos a domicilio

Ni duda cabe que el crimen es una industria que, aunque dicen en las películas que no paga, siempre mantiene a sus cerebros del mal muy activos en el diseño de estrategias que les permitan sorprender y esquilmar al prójimo. Y solo una sesera de idéntica calidad sería capaz de sospechar siquiera que un individuo así de cordial, bien vestido y dotado con fluida labia, como el que se presentó a la puerta de la casa de ustedes, fuera el infausto portador de tan aviesas intenciones.

“Fulano de tal y cual”, indagó con toda propiedad, citando los apelativos completos de quien se ostenta como mi señor marido. Cuando éste hizo su aparición, el pulido individuo se presentó como emisario de “su” banco (ora, el de mi esposo, qué más quisiéramos ambos) para ofrecerle, así nomás, de buenas a primeras, sin más motivo que su impecable historial crediticio, una generosa extensión en el límite de crédito de su tarjeta número tantos más cuantos.

Con tan sólida y veraz información, mi cónyuge no tuvo el menor empacho en franquearle la entrada y ofrecerle asiento frente a la mesa, para que el sujeto pudiera desplegar a sus anchas su nutrido legajo de papeles, todos con el conocido logotipo del banco como membrete, entre los que se encontraba un contrato previamente elaborado por el que se le acreditaba de inmediato la sustanciosa amplificación de sus límites para endeudarse. Como ya era viernes, todo sería cuestión de presentarse el muy próximo lunes, en cuanto abrieran la sucursal que el pretendidamente beneficiado señaló, para recoger su flamante plástico con el que podría darle vuelo al poder de su firma.

Cuando ya en su cabeza danzaba peligrosamente la posibilidad de adquirir una camioneta BMW de modelo del año que entra, el ágil y sonriente gestor le solicitó la entrega de la tarjeta que sería catafixiada por la nueva, insistiendo en que bastaba correr sobre la banda magnética el plumón que, por fortuna y casualmente él mismo traía, para invalidar su uso. Con dos firmas de recibido en sendos documentos y un amable apretón de manos, concluyó el operativo y el individuo se retiró con la misma prisa con que llegó y aceleró el trámite.

Por una de esas lucecillas con que el buen Dios se cuela en defensa de sus hijitos en peligro, mi marido que albergó la primera sospecha por la celeridad con que el malandro despejó el trámite, observó con detenimiento el logotipo impreso en los papeles recibidos y, al compararlo con su similar en su reciente estado de cuenta, observó que su tipografía y tono de tinta eran levísimamente diferentes, por lo que llamó a “su” banco cuyo operador telefónico hizo de su conocimiento que la institución no hacía ese tipo de promociones y que el incauto cliente había sido sorprendido en su buena fe (actual sinónimo de la propia estulticia) y procedió a la cancelación inmediata de la tarjeta alevosamente sustraída.

Y si el magnánimo creador nos salvó de una descarnada (y descarada) sangría monetaria, no alcanzó a intervenir a tiempo para que nos amenazaran con cortar la luz, nos dejaran sin gas, nos mocharan el teléfono, la señal de televisión e Internet, el celular y todos los servicios domiciliados en una tarjeta cancelada. Les relato lo anterior para que recuerden la vieja recomendación de Chabelo: “Mucho ojo, amiguitos”, porque eso de que lo vengan a sorprender a uno en la comodidad de su hogar para estafarlo, pues ya es demasiado ¿no?

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