Ideas

Del mimetismo y las lecturas

No recuerdo cómo me aficioné a la lectura, ni cómo escogí las primeras novelas que leí, pero lo que sí me acuerdo es cómo me mimetizaba cuando leía algunas de esas historias medio frívolas que Foy Urrea, con la intuición que tenía y su buena inteligencia emocional, me lo hacía notar puntualmente cada vez que me veía emprender alguna de esas recreaciones.

“Aquellos paisajes de los libros que leía se me representaban con mayor viveza en la imaginación que los que Combray me ponía delante y los análogos que me hubiera podido presentar… El interés de la lectura es mágico como un profundo sueño”, escribió Proust en En busca del tiempo perdido.

A mi también me impresionaban los personajes de las novelas porque viajaban por Europa sin problema, comían y bebían como si nada y siempre pasaban la noche con una de las muchachas que se encontraban como si fueran flores del campo.

¿Quiénes son, dime, esos titiriteros

aún más borrosos que nosotros mismos...?

Mimetizado por el mundo de esos titiriteros, a los dieciséis años decidí, con el pretexto de tener alguna especie de revelación sobre el sentido de la vida, irme a la playa de Tenacatita cuando era virgen (la playa y su servilleta), sin darme cuenta que, en realidad, lo que trataba de hacer era una imitación creadora (mimer), una recreación, un especie de desciframiento en la búsqueda espiritual, para emular lo que estaba leyendo y, de esa manera, tomarle el pulso a la emoción implícita de la aventura.

Preparé la Vespa, el slepping bag y la bitácora para llegar al atardecer a la entrada de Tenacatita, pedirle posada al ejidatario quien me informó que, si quería cenar, lo hiciera en el comedor que tenían a propósito. Su hija, flor del ejido, me atendió y no recuerdo cómo, pero tuve la esperanza de que me acompañara esa noche, tal como lo había leído. No pasó nada. Me quedé dormido soñando profundo no sé qué tantas cosas.

Eras a mi pensamiento como el alimento a la vida,

o como las suaves lluvias de temporada al campo...

Al día siguiente, montado en mi Vespa, recorrí la playa por la arena dura como se pone con la marea baja. Montado, feliz, jugaba con las dunas, la espuma, el sube y baja y la brisa golpeadora hasta llegar a donde se me ocurrió estacionarme.

Ya en el agua, toreaba las olas y calculaba la cresta para surfearla de pechito hasta la orilla. De lejos, los delfines jugaban como si estuvieran en el circo marino. De la comida, mejor ni hablamos: latas de atún y galletas María que no estuvieron nada mal al mediodía, pero, como cena y al día siguiente como desayuno, ¡ni hablar!

Por la noche las Pléyades, perseguidas por Orión y la Luna con su sonrisa en creciente hasta que me ganaba el sueño y amanecía con el vaho de los perros del vaquero que llevaba a sus vacas para la ordeña.

Al tercer día, me di cuenta que hablaba conmigo mismo en tercera persona. Entonces, decidí que era tiempo de regresar y como no sabía que las marea sube y baja, en el camino de regreso por la playa estuve a punto de quedarme enarenado. Por fin, feliz por la carretera, encantado de haber librado esos días de libertad, vi al poniente cómo venía una cortina negra como la noche. Me hice a un lado y tuve que sufrir los golpes y los dardos de la lluvia que, helados, me flechaban como agujas.

Al atardecer llegué a Zapotlán el Grande y me instalé en el hotelito de los portales para darme un regaderazo caliente antes de bajar a cenar el mejor Pozole que he probado en mi vida, antes de meterme a la cama y dormir como piedra.

Desde entonces, reconocí la diferencia entre la literatura y la realidad que procuro no se me olvide, digo, por esa tendencia que tengo para mimetizarme con lo que leo.

(malba99@yahoo.com)
 

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