Ideas

De pueblo en pueblo

Las poblaciones pequeñas de México son una amalgama de belleza cortada por signos de progreso que rompen la armonía. Son espacios coloridos y chispeantes unos, aletargados otros. Combinan entusiasmo con los rostros de la necesidad y la pobreza. Muestran una especie de alegre desorden en sus calles, que combina el desdén y el orgullo. El desdén a las tragedias y el orgullo de ser de ahí, a pesar de todo lo que ha pasado y sigue pasando. En sus plazas surgen las sonrisas sinceras de las caras de los niños y jóvenes, contrastando con las miradas serias enmarcadas por las huellas de los sentimientos acumulados en los mayores. Ellos han sido testigos o actores de los golpes de la emigración y la violencia criminal. Cuentan cómo la tranquilidad se rompe, de cuando en cuando, con noticias de lo que pasa en el pueblo, inundando lentamente los espacios. Pero con todo y todo se impone la alegría y la esperanza; al fin de cuentas, lo más importante es vivir lo mejor que se pueda, aunque la mayoría pueda poco.

En algunos, se nota la actividad y se atisba el progreso entre calles desordenadas, donde se repiten los topes para hacer parar los vehículos, inútiles y coloridos pórticos ornamentales de ingreso y un tráfico de ruidosos camiones que llevan y traen. Hay otros que parecen sacados de las fotografías de Juan Rulfo en donde, desde entonces, no pasa nada. Esos son los mismos pueblos que parecen tener la misma gente. Pero los habitan otros: ya no son aquellos que pedían el reparto de las tierras o soñaban con cultivar aunque sea algo, son muchos más, y están dispuestos a hacer que pasen cosas. Y pasan. Unos se van al Norte, otros a las ciudades, mientras otros intentan seguir ahí luchando ante el acecho de la resignación, el miedo y la esperanza de hacer realidad cada pequeño propósito surgido en la mesa de cada familia con un optimismo que parece resistirlo todo.

Lo más revelador de estos pueblos está dentro de los muros de las casas, donde discurren las vidas de quienes miran cómo los forasteros solo pasan. Cuentan cómo casi nunca se detienen porque vienen de lejos, a allá pertenecen. A estas habitaciones el progreso llega muy lentamente de la mano de remesas que mandan los hijos pródigos pero ausentes; de las ayudas sociales del gobierno y del producto del trabajo de quienes trabajan. Los niños, siempre presentes, son testimonio de la ilusión permanente. Muestran esa voluntad inquebrantable de hacer prevalecer siempre la idea de que lo mejor está por venir. Aunque nunca se sabe bien cuándo.

Sentarse en esas mesas brinda el privilegio de estar dentro. Transforma la experiencia de ser un extraño en alguien que puede llegar a ser amigo. Y para ellos siempre hay una silla disponible; pero antes hay que pasar la prueba de un sutil interrogatorio para saber un poco quién llega; porque al fin de cuentas también allí pasan cosas. La hospitalidad incluye siempre algo de comer, para dar pie a las historias que mezclan el orgullo local con la necesidad de reclamar que alguien haga algo; o mejor, contar como alguno de la familia ya hizo algo pero no ha sido para todos. Queda uno con la sensación de que en cada casa se está haciendo mucho, y que se refleja poco. Al escucharles nos colocamos frente a la lucha diaria que dan millones de personas frente a una terca realidad. Y redescubrir el admirable optimismo brotando de entre el acoso de los peligros, como la hierba verde intenso vuelve siempre a resurgir con la lluvia. Estas historias solamente se pueden escuchar sentados en esas mesas de madera añosa, de la voz de los mayores. Son inspiradoras algunas, indignantes otras, pero en todas están al lado estos rostros jóvenes con ojos encendidos haciendo que cosas sucedan, para no quedar detenidos en el tiempo. Al ponerse en pie y dejar en su sitio la silla del invitado, queda el ejemplo esperanzador y la sensación de una injusticia persistente a la que debemos vencer.

luisernestosalomon@gmail.com

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