De cuadrícula chiquita
Ya lo sé, lo asumo y hasta me disculpo si hay necesidad de hacerlo, pero por decirlo en mi prístina lengua tapatía, no “ocupo” que me anden cantaleteando que soy una viejita de esquemas rígidos y acendradas manías que me cuesta trabajo enmendar y me anuda la disposición para hacerlo. Me reconozco como una mujer escandalosamente puntual, desenfrenadamente previsora y ruidosamente disciplinada que, por tales virtudes o defectos, asegún se quiera ver, le da por inflamar los hígados de más de algún pariente.
Si no me entero, lo reflexiono, lo planeo, lo integro a mis agendas y lo concilio con mi regalada gana a tiempo, sencillamente no lo hago, ni admito que me lo impongan, me lo reprochen o me pidan que le baje tres rayitas a lo que muchos consideran como una insana aprensión y una lamentable pérdida de la maravillosa espontaneidad. Soy, textualmente, lo que podría enunciarse como una mujer de cuadrícula chica, en donde no cabe la mínima moción de última hora.
No se piense que ya comencé con suficiente antelación el balance anual de pérdidas y ganancias personales, o que me estoy organizando un ejercicio de autoevaluación para recomponer mis inflexibles pareceres. No pretendo expiar mis rigores ni aflojar mis tiranteces, fundamentalmente, porque ya he rebasado por varios decenios “La edad de la inocencia”, ésa que hasta en título de película se convirtió, allá por los años sesenta, protagonizada por la mítica gemebunda Marga López y, como bien ha quedado asentado en un dicho popular, “gato viejo no aprende mañas nuevas”, y mucho menos permite que se haga el intento por cambiarle las que tantos años le costó agarrar.
Pero lo que encabeza mi larga lista de intransigencias es que, como ocurre con la mayoría de mujeres de mi añosa rodada, cuando nos sentimos dueñas del terreno que tantas veces hemos pisado y creemos que hemos acumulado las experiencias domésticas suficientes para dar cátedra y sentar jurisprudencia sobre cualquier asunto relacionado con las prácticas hogareñas, sobre todo en la cocina, alguien intente enmendarnos la plana o enderezarnos los veredictos que asentamos como los únicos valederos.
Por lo antes tan ociosamente expuesto, quiero denunciar en este espacio a quien recientemente, aprovechando el público cautivo congregado en la estética del barrio, asentó que a las jericayas se les pone vainilla y se guardan en el refrigerador, o que el pozole tapatío lleva obligadamente el caldo tan colorado como la pelambre que le estaban tiñendo. El mismo estertor que ofendió mis convicciones culinarias me lo provocó la dama que aseveró, en tanto pilas de mechones poblaban el suelo a su alrededor, que cualquier brebaje que se quiera hacer pasar por ponche necesariamente implica ponerle jamaica y tamarindo.
Pero la que se llevó la estrellita en la frente por su excelsa aportación al debate fue la que pontificó que la auténtica y obligatoria cena navideña demanda, además de la inclusión de un pavo relleno de picadillo, una ensalada exclusiva para la fecha, pastel de frutas secas para el postre y sidra para el brindis familiar, imponerse la monumental refriega de preparar todo eso en casa, porque agenciarse cualquier vianda prefabricada no tiene chiste y demerita la celebración. Y si yo me consideraba una mujer de cuadrícula chiquita, ésta me dijo “quítate que ai te voy”.