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Cuando desfallecen las rodillas y el corazón

El ciclo de los mitos inicia con la separación para que pueda enfrentar y resolver una serie de situaciones antes de regresar a casa, tal como le pasó a Ulises desde que abandonó su casa para irse a Troya, la ciudad amurallada que sitiaron los griegos durante diez años, hasta que los troyanos no le hicieron caso a Casandra y dejaron pasar al caballo de madera para que saquearan el palacio de Príamo y Hécuba, su reina.

Tardó otros diez años para llegar a su casa en Ítaca, primero, porque había sido cautivo de Circe, antes de enfrentar al Cíclope que “había devorado despiadadamente algunos de sus compañeros” y luego resistir el canto de las sirenas y bajar a las profundidades del Hades para hablar con su madre, como en estas latitudes lo hizo Juan Preciado cuando bajó a Comala para hablar con su padre, un tal Pedro Páramo.

Cuando Ulises regresa, veinte años después, Penélope le advierte a su hijo que “lo va a reconocer porque hay señas para nosotros que los demás ignoran”, pero como llegó disfrazado de pordiosero, no pudo reconocerlo a las primeras de cambio, hasta que se da cuenta y le pide disculpas, pues a pesar que haber sentido “desfallecer sus rodillas y su corazón”, no lo abrazó hasta que pudo reconocer las señales que Ulises describiera con certeza. Entonces “él lloró abrazando a su esposa que no le quitaba del cuello sus níveos brazos” hasta que él le dijo: “Ea, mujer, vámonos a la cama para que, acostándonos, nos regalemos con el dulce sueño.” Estuvo fuera veinte años y, ahora que regresó, va a matar a todos los pretendientes de su mujer sin importarle el caos que crearía en Ítaca del que no tenemos noticia.

Asocio estos ciclos, toda proporción guardada, cuando me ausenté para enfrentar a los fantasmas del pasado reciente, tratando de digerir los errores que me orillaron a renunciar a El Economista. Como en los mitos, primero me fui a Chapala para tomar nota de la escenografía del libro que empezaría a escribir un mes después en Las Camelinas, Nuevo Vallarta, sobre la vida de mi abuela Maclovia. Allá me hospedé en el Hotel Nido, donde ella había pasado los últimos años de su vida, hasta que una noche soñé que, mientras bajaba unas escaleras me sonreía, en una especie de epifanía, antes de ponerme a escribir sobre su vida.
Durante tres meses luché con los demonios de la culpa, hasta que sin pensar en otra cosa que no fuera la abuela, terminé las 435 páginas en tres meses, durante una de las mejores etapas de mi vida. Cuando regresé a casa, me esperaba una bella mujer de piel suave y sonrisa amplia que, antes de abrazarla y besarla, había sentido desfallecer las rodillas y el corazón. El libro se lo dediqué a ella de la siguiente manera: “A todas las mujeres de mi vida: a Catalina.”

Antonio Muñoz Molina escribió al final de Un andar solitario entre la gente (Seix Barral, 2018) su regreso a casa después de haber estado ausente un par de meses en Nueva York. Llegó a su casa en Madrid por la madrugada para encontrar a su mujer con su bata de seda que “es más favorable a las caricias, a la piel de ella, seda tibia y piel cálida deslizándose la una sobre la otra a lo largo de los años, seda caída y desplegada en el suelo como una corola deshojada cuando se suelta el cinturón y la bata se aparta de los hombros y se desliza sin esfuerzo a lo largo de su cuerpo hasta derramarse en torno a las plantas de sus pies, mientras ella se alza sujetándome la nuca con las dos manos para besarme en la boca.”

Por todo esto y por esas otras historias que ustedes conocen mejor que yo, creo que cuando uno regresa a casa, da inicio una linda historia de amor.

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