Crecer o decrecer
Aunque no sabemos en qué día o mes se estableció Guadalajara en donde hoy permanece, sí sabemos el año: 1542. No se trataba de una fundación, la ciudad ya se había fundado desde 1532, se trataba más bien de un traslado, luego de andar de Herodes a Pilatos por diez años, entre flechazos cascanes y celos castizos.
El valle de Atemajac y los 15 pueblos indígenas que en él había desde fechas inmemoriales, fueron amigables y solidarios con esas sesenta y tantas familias descoloridas pero arriesgadas que decidieron venir a vivir tan lejos de su tierra, en busca del naciente sueño americano.
Por paisajes no quedaba, eran amplios y maravillosos en el valle y en la barranca, arroyos y manantiales surgían por todos lados, separando tierras buenas y arenales, aunque de momento no sabían la sorpresa que los tiempos de aguas les reservaban y que los traerían asustados por lo menos doscientos años. Pronto advirtieron que la tierra también se movía, y con estrépito, de cuando en cuando. Pero ya estaban aquí, y aunque buena parte de esas familias fundadoras no perseveró en esta tierra, sí establecieron un lugar para que otros, semejantes a ellos, siguieran en delante viniendo, hasta estabilizarse por fin una población que pronto se llamaría tapatía.
Los pueblos indígenas entablarán de inmediato con Guadalajara una relación laboral y comercial que ha perdurado hasta el presente, pero que siempre, hasta el presente, ha sido desigual, sobre todo a partir de la independencia. Basta asomarse a ver en lo que han acabado muchos de esos hermosos pueblos, a los cuales un funcionario despistado y “extranjero” decidió llamar “colonias”.
Si una delegación de indígenas y españoles del siglo XVI viajase en el tiempo para venir a ver la Guadalajara del siglo XXI, se quedarían altamente sorprendidos al contemplar la grandeza, prosperidad y crecimiento alcanzados por aquella pobrísima aldea de los orígenes, pero con título de ciudad desde 1539. No dejarían de hacer preguntas: ¿y dónde quedaron los bosques?, ¿y qué hicieron con los arroyos, manantiales y ríos?, ¿y los extensos y magníficos arenales?, ¿y las infinitas tierras fértiles de cultivo?, ¿y las frescas arboledas que bordeaban ojos de agua y acequias? Pronto notarían otras ausencias, cuando se vieran unos a otros los ojos enrojecidos, con las gargantas secas y las narices irritadas, y que la nave que los trajo del pasado ya no estaba donde la habían dejado estacionada, y que a fulano ya le arrebataron la bolsa, unos pillos que pasaron montados en un infernal, raudo y desconocido vehículo de dos llantas.
Ya de regreso a su época lo primero que harían sería disfrutar el mayor tiempo posible de los hermosos paisajes naturales que, ahora sabían, estaban destinados a desaparecer, respirarían a bocanadas aquel aire limpio y saludable, y se quejarían menos del lejano rey, del cercano presidente de la Audiencia, de alcaldes y alguaciles, aleccionados de lo que nos deparaba el destino.
No sabemos si con semejante experiencia, estos hipotéticos viajeros del tiempo, hubiesen decidido planear el futuro de Guadalajara de otro modo, pero sí debemos preguntarnos, frente a la ciudad que tenemos, si estamos tomando las medidas adecuadas y eficientes para heredar una mejor ciudad a quienes vendrán después de nosotros.
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