Ideas

Cecilia Magaña

En algún lugar leí, y me encantaría recordar la cita exacta, que una habilidad básica para un narrador es la capacidad de mentir. Comenzamos a crear historias cuando elaboramos nuestras primeras mentiras. Hace poco me encontré el prefacio que hizo Truman Capote a su libro “Música para camaleones”, y me hizo sonreír. Es un gran mentiroso. Hablando de su vida, cuenta que comenzó a escribir a los ocho años y al poco tiempo averiguó la diferencia entre escribir bien y mal, y luego el alarmante descubrimiento de que había una diferencia entre escribir bien y hacer literatura.

Crecí en una familia con excelentes narradores. Mi madre, mis tías y mi abuelo materno, servían cuentos de fantasmas y chismes familiares para la sobremesa. No solo tenían una estructura de tensión que me mantenía al filo del asiento escuchando incluso lo que no debía, sino que eran historias que actuaban con la voz, con el cuerpo; relatos tan vívidos que los recrearía una y otra vez para las tareas escolares a muchos años y kilómetros de donde los había escuchado por primera vez, en Ciudad de México.

Podría decir que la maestra de secundaria que leyó uno de estos trabajos fue la primera que me animó a ser escritora, pero lo cierto es que fue papá. Cuando yo tenía ocho años, comencé a escribir cuentos de terror que él me compraba a cinco pesos. A diferencia de lo que cuenta Capote, yo no tenía idea de lo que era escribir, ni de lo que él mismo propone en la introducción a su famosa colección de cuentos: “Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse”.

Es cofundadora de “Atípica Editorial”.

Entré a Sogem a los 18 y escribí algunas minificciones que envié llena de ilusión a la revista “El Cuento”, de Edmundo Valadés. Tuve la fortuna de no enterarme que fui publicada en el último número; de haberlo sabido, quizás hubiera creído que sí, que tenía un don y no hubiera dejado de escribir para tomarme en serio la carrera de psicología, trabajar y ganar dinero. Papá murió en un accidente a mis 19 y la escritura pasó a un segundo plano, igual que Dios. Me quedaba el látigo. No fue para autoflagelarme, pero sí para obligarme a ejercer un oficio al que le debo mucho, aunque lo detestaba: fui profesora de inglés en preescolar, primaria y secundaria. Descubrí que los niños eran excelentes personajes, pero no los escribí hasta que después de mucho tiempo, durante una capacitación de verano, un proceso de coaching me llevó a decir en voz alta que necesitaba la escritura para ser feliz.

Volver a tomar talleres con algo de vida de por medio mejoró mis textos. Eso y el colmillo de escritores y maestros que a mis casi treinta años me abrieron los ojos a lo que don Capote cuenta en “Música para Camaleones”, ese libro lleno de maravillosas mentiras. Si lo tengo tan presente es porque fue precisamente este libro el que me invitó a escribir una colección con la que eventualmente gané un premio: “La cabeza decapitada”. El dinero y el reconocimiento fueron un extraordinario impulso para seguir, aunque el premio no incluía la publicación del libro.

El narrador escribe para que otros lo lean. La inquietud por ser publicada me llevó a las buenas manos de varias editoriales independientes que me han publicado tres colecciones de cuentos y mi más reciente novela: “Old West Kafka”. Gracias a esta historia de vaqueros obtuve la beca para Jóvenes Creadores del Fonca, y pude dejar la docencia del inglés para impartir talleres de escritura. Con el dinero de un segundo premio, invertí en editar un fanzine. Comprobé que tengo problemas para delegar, para decir no y para administrar dinero. El año pasado me asocié con una buena amiga que sabe hacer todo eso, que también escribe y lee y ha soñado con hacer libros desde hace mucho tiempo. Así que ahora, además de escribir y dar clases de creación literaria, soy cofundadora de “Atípica Editorial”, cuyo objetivo es llevar al papel a otros mentirosos que saben usar el látigo y tienen los ojos bien abiertos.

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