Campaña con la toga blanca
Qué tiempos aquellos cuando en el siglo V a.C. los romanos vivían en la Antigua República Romana y había elecciones para cónsul –en un tiempo colegiado– y realizaban sus campañas para ser electos usando “una toga blanca –cándida– de la humildad”, para que la abrieran y desnudos mostraran las heridas recibidas defendiendo al pueblo del enemigo con hechos y no palabras (¿se imaginan que así lo tuvieran que hacer Meade, López Obrador, Anaya o Margarita… ¡válgame Dios!?).
En aquel entonces los senadores le pidieron a Coriolano, un noble y poderoso guerrero, que iniciara su campaña (como la que empieza el día de hoy y que Dios nos agarre confesados), sin considerar que su candidato era el más orgulloso de todos los romanos y, por eso, se negaba a llevar a cabo esa costumbre durante la campaña: “Les pido me perdonen si no procedo según costumbre, pues jamás podría vestir la toga de la humildad, mostrarme desnudo y con mis súplicas arrancarles el voto en nombre de mis heridas. Les ruego que no tenga que pasar por eso”.
Coriolano es el drama político por excelencia de Shakespeare, escrito en 1607 que nos presenta todas las dualidades posibles entre lo personal y lo público, la guerra y las elecciones, los nobles y los plebeyos, los amigos y los enemigos de toda la vida. Es huérfano de padre y, por eso, fue educado por Volumnia, su madre, una matrona romana que logró dominarlo durante toda su vida hasta lograr una fijación edípica. Por mucho, era el más valiente de todos los romanos, un hombre con principios basados en el valor y en la guerra. Defendió Roma, sin mayores adjetivos y, educado como noble, odiaba a los plebeyos y a sus tribunos, los habladores del pueblo, como les decía, pues sabía que esos se movían por donde soplara el viento.
Resulta una campaña fallida: Coriolano no puede mostrar sus heridas y decirles “esto lo gané en un acto de servicio a la patria”, sino que, agregaba… “mientras algunos de ustedes gritaban y huían de miedo al oír los propios tambores.” Menenio, su consejero, le suplicaba que no dijera tales cosas.
“Miren –dice Coriolano– ahí llegan los tribunos del pueblo, los populistas, esos que desprecio porque, entre otras cosas, se atiborran de poder más allá de lo que la nobleza pude tolerar”.
Por supuesto que no recibe su apoyo, sino todo lo contrario: hábiles como ellos solos, lograron alterarlo y, en uno de los mítines, todos de acuerdo, a gritos lo acusan de ‘traidor’ y de ‘cobarde’ que, repetido una y otra vez, logran su objetivo. Los líderes plebeyos pretenden arrestarlo y Sicinio, uno de ellos, se acerca para arrestarlo “por traidor insidioso y enemigo del bien común. ¡Obedezca, se lo ordeno! Y síganme para responder a todo esto”. Coriolano lo amenaza: saca su espada y le pega un grito aterrador: “¡Atrás, viejo cabrón!”
Según Coriolano, los plebeyos no habían hecho méritos y eran unos cobardes: cuando se les llamó para la guerra contra los Volscos no llegaron más allá de las puertas de Roma. “¿Ese es el servicio con el que creen que se merecen se les reparta el trigo?... ¿Cómo podrá digerir el vientre de esta multitud los favores del Senado?” –les exhortaba Coriolano en su campaña, poco antes que la enloquecida plebe, no sólo le negaran el voto, sino que lo exilaran.
Volumnia, desesperada al saber que se iba con el enemigo para regresar un día para destruir Roma, le dice antes de partir: “¡Haz como quieras! Entre más te suplico más me deshonro. Ven desolación. Antes quiero sentir el orgullo de madre, que temer el peligro de tu audacia, pues me burlo de la muerte con un corazón tan grande como el tuyo. Haz como quieras. Mío es tu valor pues de mí lo mamaste; en cuanto al orgullo, ese sólo a ti te corresponde”.