Cada lectura es un mundo
Leemos lo que nos gusta. Leemos lo que necesitamos, por el trabajo, por estudiar o porque, valor de moda, es importante “la superación personal”. Leemos lo que debemos, en el celular, en los formularios oficiales, en los empaques de alimentos. Sobre todo, leemos lo que queremos leer, que al cabo termina siendo una mezcla de lo que nos gusta, de lo que necesitamos y de aquello que estamos obligados, obligación autoimpuesta o condicionada por el medio en el que nos desenvolvemos.
Leer es gobernar cada cual su ínsula Barataria, regalo de Don Quijote al montón de Sanchos, mujeres y hombres, que atestiguamos, incrédulos y esperanzados, su magnífica y enloquecida aventura consecuencia de su manía por ciertas de lecturas. Lectores-escuderos del Caballero de las Causas Perdidas, por soñadas, por leídas.
Para ciertas lecturas aportamos una ración de inocencia y dejamos a las palabras el control de las emociones y de la realidad leída. La Comala de Juan Rulfo con sus gentes y sus paisajes son palabras; ciudades como Londres, Constantinopla, Guadalajara, puestas en los libros de la mano de sus autores son las históricas y físicas, pero también son otras en la imaginación de las y los lectores que las reedifican, atenidos a sus luces, muchas o pocas, a su imaginación y deseos.
Inocencia cómplice de los escritores que es imprescindible para que la magia suceda: que las palabras dispongan de nuestras mentes a su antojo que acaba siendo el nuestro. Con ellas, cada cual diseñará los mundos íntimos que le plazca y los hará parte de su realidad externa para exclamar (a veces): es un libro magnífico, lo que entraña que se transformó, en alguna medida, y al contrastar su lectura con las de otros compartirá gozosamente la certeza de que el libro fue único de persona en persona. Un libro magnífico es el que cada lectora, cada lector transforma para sí mismo.
La lectura así planteada apunta a la literatura (incluidos los ensayos) y desde esa parcela del verbo leer, lo escrito en los párrafos previos puede suscitar asentimientos, también refutaciones, de quien tenga el hábito de ella y el gusto por reflexionar al respecto. Pero hay otra que prescinde de la inocencia de dejarse llevar por las palabras en el texto (Alberto Manguel, que tiene un libro sobre una historia de la lectura, quizá discrepe y no la llame así, lectura).
Si acompañados por esa dosis de inocencia leemos diarios, noticias, opiniones, editoriales o lo que transita por las redes sociales, creemos correr el peligro de que nos manipulen y de hacer el ridículo.
A priori renunciamos a dejarnos llevar por las palabras que forman argumentos y a debatir con ellos; por las brechas electrónicas circulan artículos, textos, “capturas de pantalla”, a los que montan en una carrera frenética con dos intenciones, una, que quien aprieta al botón “reenviar” dé a conocer, por interpósito autor, su postura respecto a un asunto, y la otra, que quien envía el documento está seguro de que los destinatarios se sentirán complacidos al leer lo que sabe quieren leer.
Pues el supuesto básico es que abrevan de un ideario común y no hay posibilidad de transformación, ni en quien lee y mucho menos en un texto de esa naturaleza, aquejado de prelectura, que está constreñido a comunica lo que el grupo quiera que entender, y así quedará: inmutable en un momento preciso del tiempo político, ajado al día siguiente porque sus lectores al reenviarlo no sólo “lo comparten”.
Se deshacen de él, para mantenerse atentos a que aparezca otro, con idénticos fines: confirmar las creencias, miedos y prejuicios de los individuos que se identifican a través de él; cualquier texto que refute sus convicciones y su ideología, que por error o decisión de algún inconsciente se coló a su pantallita, tiene una vía de escape, el concepto “delete”.
Con la vieja manera de leer, no sólo novelas, cuentos, dramas, poesía o ensayos de cualquier materia, incluso trabajos periodísticos, sucede un diálogo; entre el texto y los leyentes existe una realidad diversa que es parte de la experiencia y a la que luego de leer.
Por ejemplo, “Pide que sea largo tu camino, / y muchas las mañanas de verano / en que -con qué placer, con qué alegría- / entres en puertos nunca vistos” (Cavafis), no la miramos igual, merced a la lectura somos otros, así sea un poco, pero junto con ella.
Con la manera que ahora practicamos de acometer la lectura, fertilizamos la polarización y la realidad es mera constatación, inconmovible, de la postura que corresponda al polo desde el que pontificamos o atendemos a los poseedores o poseedoras de los dogmas de nuestra preferencia: todo está mal, o todo está bien, como nunca, y quien lee semejantes asertos queda satisfecho, pues de lo que se trata es de tener la razón y de reconocer a otros que, cerca o lejos, conocidos o desconocidos, también tengan esa razón, idéntica a la nuestra.
Con lo que no se generan comunidades, sino islas, con un náufrago en cada una, en la que sólo se reciben ciertos mensajes, en ciertas botellas. Parece preferirse la soledad de las razones unívocas y fijas por sobre las comunidades de individuos dispuestos a entender desde las diferencias, desde la posibilidad de que haya unas, unos que, con discernimiento distinto al nuestro, descifren la vida y sus modos con otros códigos, con sus propias lecturas. Calvino: “Leer es ir al encuentro de algo que está a punto de ser y aún nadie sabe qué será…”, que alguien vaya a contarle a Ítalo que para muchos, hoy, leer, libros, diarios o a la realidad misma, es mecanismo para constatar que lo saben todo; las lecturas que los enfrentan con su ignorancia son para necios que no saben nada.
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