Así llegamos a donde estamos
Pensamos que la corrupción era una perversidad constreñida a un círculo de personajes públicos y privados -con relevos generacionales que entran al quite con idéntica pasión por el dinero mal habido-, que sufrimos, toleramos y caricaturizamos como si eso bastara para confinarla. Pensamos que el remedio para la falta de educación de buena calidad en la mayoría de la gente está en el recambio sexenal de discurso, en el eventual debate sobre el contenido de los libros de texto, en las insustanciales loas al gremio de las maestras y maestros y en que no cese el énfasis en la gratuidad. Pensamos que la comida en nuestras mesas llega imparable desde el mítico cuerno de la abundancia sin necesidad de que cambien las circunstancias del campo, de los campesinos empobrecidos y explotados que bastante ganan con su centralidad, las de sus bisabuelos, en la Revolución, con su habitar el imaginario nacional y los libros de historia. Pensamos que las personas de los pueblos originarios deben agradecernos que compremos sus artesanías. Pensamos que las industrias y las empresas son un mal necesario en medio de los amagos socialistas, léase demagogia, de un Estado de cartón y engrudo que cultiva el resentimiento como espejito que intercambia por poder. Pensamos que la transición a la democracia y las instituciones que creamos para propiciarla llegaron para quedarse (nótese, la pura transición, no la democracia plena). Pensamos que seríamos siempre un país de mero tránsito de las drogas en su incesante búsqueda del norte ubérrimo. Pensamos que los delincuentes que las mercan son capaces de honrar acuerdos de no agresión a los locales, y que podían incorporarse a la sociedad sin causar daños. Pensamos que la ciencia y la tecnología se volverían mexicanas por arte de magia o por medio de la fayuca, porque pensamos que ésta no falla. Pensamos que como México no hay dos como si eso significara algo bueno. Pensamos que el petróleo y la riqueza que trajo consigo serían eternos. Pensamos que la justicia es una deidad que se apersona, plena e igualitaria, al conjuro de mentarla en actos solemnes. Pensamos que cada nuevo presidente trae la mítica torta bajo el brazo: la medicina para todos los males, pasados y presentes (la novedad es que ahora pensamos que la torta vendrá encarnada en una presidenta). Pensamos que la Constitución… no, en ésta más bien pensamos poco, tan poco como en el medio ambiente. Hoy nos damos cuenta de que también pensamos que el fluir del agua a los cultivos, a las casas, a las fábricas… a todo lo que hacemos, sería constante como el universo, cosa nomás de tener tubos y grifos.
Podría considerarse que lo anterior es una generalización injusta. Lo es, no son pocas, pocos quienes de generación en generación han pensado diferente; sin embargo, por las consecuencias del pensar reseñado, no queda sino concluir que se impusieron las valoraciones ejercidas de bulto.
Ahora que las campañas de los partidos para convencer electores están en lo suyo, es decir: haciendo un diagnóstico, aunque no se enteren, de las condiciones políticas del país, y de paso del estado de las materias que nos traen a mal traer, queda la impresión de que al menos ellas y ellos, en su acumular millas de proselitismo, se mantienen ciertos de que la manera en que pensamos sobre tantas cosas no ha cambiado y, por tanto, así ofrecen. Sus respuestas a las cuestiones que plantean los problemas que padecemos están basadas en que, resumimos para no volver al listado del párrafo inaugural, pensamos que las soluciones están en ellas, en ellos, con su paquete de reparación a base de saliva. Que cada cual incluya las ofertas de cualquier candidato, del partido que sea, y trate de imaginarse a las personas, al pueblo si quieren, a las que van dirigidas y el mal que supuestamente atenderán. Si hacemos ese ejercicio mental, más allá de lo que implica ese pensamos que pretende abarcar a la nación entera, aparece lo que los políticos en busca de un cargo de elección popular piensan: que ya saben lo que de este lado pensamos, sentimos, necesitamos y merecemos. López Obrador da fe de lo anterior y con él muchos otros.
Por si hasta este punto no hemos sido bastante sombríos, añadiremos que en el fondo pensamos que no hay remedio, y lo que sucede en el proceso electoral es un ensueño, un remanso para dar tregua a la inercia que imponen la memoria de tanto gobierno fallido y la experiencia actual de las muchas dificultades que nos atosigan, a las que no les vemos el cómo ni el con quién sortearlas. Porque las plataformas electorales de los partidos y los productos milagro que traen en sus alforjas las candidatas y los candidatos son fuegos fatuos, a pesar de que piensen que nosotros pensamos… etc.
El caso es que no luce, por lo que vamos viendo y oyendo, como que estemos a punto de tomar el rumbo correcto para salir de los atolladeros. Sin embargo, no podemos abandonarnos al fatalismo que lleva a la individualización nociva y a dejar de apreciar lo que la democracia puede ofrecer. Que la clase política piense lo que quiera respecto a las y los ciudadanos y sus circunstancias, la vía de escape a su influjo reduccionista es criticar sin tregua lo que prometen -cómo que abrazos a los jóvenes, cómo que una cárcel de alta seguridad, cómo que las gracejadas que nos dicen a escala estatal y local-, y luego de criticar, a votar, que sigue siendo un acto libertario imprescindible, y después a criticar lo que los gobernantes hagan, o no hagan, así hayan merecido nuestro sufragio. Al cabo, que no piensen que ya saben lo que pensamos y así: hacer que se enteren de lo que queremos, y que se sorprendan de lo que realmente pensamos y somos capaces de hacer.