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Antonio Alcalde, de Guadalajara

Reducir la historia de la sociedad a la vida de sus personajes es un desvarío que la historiografía contemporánea corrigió desde hace por lo menos cien años, aunque en nuestras latitudes todavía hay personas que lo ignoran. Los grandes maestros de esta nueva manera de entender la historia modificaron ese tipo de enfoques personalistas y revaloraron la importancia que tiene la sociedad en la factura de sus personajes, y no al revés.

Los estudios acerca de la Revolución Protestante fueron clave en este proceso, pues pudieron demostrar que no había sido Martín Lutero quien había hecho protestante a Alemania, sino Alemania la que había hecho protestante a Lutero. En esa misma línea específica, tenemos que afirmar que no fue Antonio Alcalde quien hizo a Guadalajara, sino Guadalajara quien hizo a Antonio Alcalde, una ciudad que para los años en que llegó este obispo era ya espléndida y contaba con abundantes recursos, tantos que pudo financiar muchas de las obras del referido obispo.

Tampoco sería justo decir que antes de la fundación de la universidad tapatía, la sociedad viviera en la ignorancia, sería desconocer la obra educativa de más de doscientos años iniciada por Gómez de Mendiola en el siglo XVI y proseguida por los célebres colegios de Santa Catalina, Santo Tomás, que otorgaba grados universitarios, y desde luego el Seminario Conciliar fundado en 1696, cuna que fraguó grandes personajes hasta bien entrado el siglo XX.

Es verdad que por muchos años Guadalajara fue una ciudad pobre, una ciudad de frontera, a la que se enviaba obispos para ponerlos a prueba y premiar su trabajo enviándolos luego a diócesis de mayores posibilidades, sea en la Nueva España o en la propia “madre patria”. Esa situación se modificó desde mediados del siglo XVIII en que el obispado de Guadalajara era ya una sede para coronar las carreras eclesiásticas de los obispos, como fue el caso de Antonio Alcalde.

Valorar a la sociedad en cuanto genuina generadora de personajes no significa desconocer los liderazgos, sino ubicarlos en su justa dimensión, lo cual exige equilibrio en los juicios para no sacar conclusiones que rebasen las premisas, como tan frecuentemente se ha estado dando en el caso del obispo Alcalde, pues si de liderazgos se trata, los más notables del siglo XVIII que apoyaron la proyección de futuro de esta ciudad fueron igualmente los obispos Camacho, Martínez de Tejada, Gómez de Parada, y por encima de todos, Ruíz de Cabañas, factor decisivo de la independencia tanto regional como nacional.

La insistencia en que Guadalajara tenga apellido es insensata y contraria al espíritu de esta ciudad; cómo no recordar al respecto la razonable opinión de don Enrique Varela, quien, interrogado sobre este asunto, dijo: “Guadalajara nunca ha tenido apellido ni debe tenerlo, Guadalajara es de todos”. Desde luego, Guadalajara ha hecho a su gente y su gente ha hecho a Guadalajara, no sólo los nacidos aquí, también quienes, viniendo de otras partes, han contribuido a la grandeza de esta ciudad siglo por siglo, sean gentes de Jalisco, de México, del Líbano, España, Francia, Japón, Estados Unidos, o Alemania, pero esta pléyade de personas se benefició igualmente de la ciudad y lograron sus metas gracias a ella.

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