Adiós a Sevilla
Después de la Segunda Guerra Mundial, con el propósito de sanar las heridas ocasionadas por el conflicto bélico, la ONU desarrolló un programa que consistía en el hermanamiento de ciudades. En esta iniciativa se enmarca la relación entre Guadalajara y Sevilla. No sé si prevalezcan los vínculos institucionales; lo que sí sé es que, en su momento, fueron fructíferos para ambas ciudades. Actores fundamentales fueron, de este lado, Don Enrique Varela, director general de la Cámara de Comercio de Guadalajara; allende los mares, Don Manuel del Valle Arévalo, a la sazón alcalde de Sevilla, y Don Miguel Sánchez Montes de Oca, quien representaba a la Cámara de Comercio de Sevilla. Años después, cuando estuve al frente del ayuntamiento, germinó la semilla de una amistad que ha superado los tiempos.
Hace algunas semanas, Pepe Jasso y yo, sabedores de la precaria salud de Miguel, convenimos en visitarlo. Con ese propósito y con el de saludar a nuestros amigos sevillanos, nos trasladamos a la madre patria. Sí, aunque algunos no lo acepten o renieguen de esta expresión, más de la mitad de nuestra identidad, idioma, religión, cultura, idiosincrasia y tradiciones nos vienen de esa media sangre que, fusionada con la de los habitantes originales, dan razón y sentido a nuestra mexicanidad.
El primer año de la pandemia visité Sevilla para despedirme de Manolo, quien padecía un cáncer terminal. “Este es nuestro último encuentro” dijo, y nos fundimos en un fuerte y prolongado abrazo. Hace unos días, cuando se cerró el cancel que separa la calle de la casa de atención para personas de la mayor edad, en la que Miguel habita, supe que era la última ocasión en que nos veríamos. El paso del tiempo daña el cuerpo y debilita el espíritu, y mucho ha pasado desde nuestro primer encuentro. Pese a nuestra negativa, hoy debemos aceptar que estamos frente al ocaso de una entrañable amistad.
Sevilla es una estación sustantiva en el itinerario de mi vida. Es encuentro y pérdida. Por ella comprendí, platicando con Miguel, el valor de los sentimientos. Mis pies probablemente no volverán a caminar por las calles de Sierpes, Bailén o San Eloy, ni por La Giralda, bellísima síntesis de las arquitecturas mudéjar y cristiana, expresión de nuestro sincretismo cultural. El Alcázar, la Maestranza, El Salvador y la “Madalena”, el barrio de Triana y la judería, permanecerán grabados en mi retina. Difícilmente volveré a degustar las pringás en la bodeguita de Romero, las chuletitas de cordero de Becerra o las tostaditas de jamón ibérico con aderezo de jitomate y aceite de olivas con José Luis en Plaza de Cuba. Sentarse a la vera del Guadalquivir, mientras la noche acuna los últimos rayos del sol, escuchando las pláticas y las enseñanzas de Miguel y Manolo, entre el murmullo de las aguas del río, será una experiencia irrepetible.
Mientras tanto, las ciudades, ese maravilloso espacio creado por la humanidad para la humanidad, prevalecerán y lo seguirán haciendo mientras exista el universo y alguien capaz de llenar el sentido de la palabra “amor”.