Abrazos rotos
Desalentador e indignante, así se antoja el panorama de la lucha contra el crimen organizado luego de los acontecimientos recientes en Urique, Chihuahua, en donde perdieran la vida los jesuitas Javier Campos Morales y Joaquín Mora Salazar al intentar ayudar al guía de turistas Pedro Palma quien escapaba herido de un secuestrador y buscaba refugio en la iglesia de Cerocahui, en la Sierra Tarahumara, el pasado lunes.
Este episodio bien podría llevarnos un siglo atrás, donde los sacerdotes eran los objetivos en sus propias parroquias y esa Guerra Cristera legara un fragmento de nuestra historia con cientos de víctimas y una veintena de santos mártires. Pero no es 1926, es un convulso 2022 donde los grupos armados disponen de los poblados y sus habitantes.
La narrativa es atroz: Frente a dos sacerdotes y un guía de turistas muerto, Jesús Reyes, un tercer sacerdote en la iglesia, esperaba ser la cuarta víctima, pero el sicario pidió confesión y ser perdonado. En la iglesia permaneció una hora José Noriel Portillo alias “El Chueco”, identificado como responsable y a quien las víctimas vieron crecer en la región pues llevaban tres décadas predicando en la sierra. Sesenta minutos de tensión y nadie apareció para auxiliar a los sacerdotes, no hubo autoridades presentes. De nada sirvió que el padre Reyes pidiera que dejara los cuerpos en el recinto; hombres armados se los llevaron, había que seguir el protocolo e imponer el control. Cuerpos secuestrados, revictimizados. Más tarde fueron localizados y la información dio la vuelta al mundo. Líderes, académicos e incluso el Papa Francisco se pronunció al respecto.
No hubo quien pudiera repeler las agresiones del pasado lunes en Chihuahua, porque no sólo fueron dos jesuitas y un guía de turistas asesinados, fueron dos civiles más sustraídos de su domicilio, que terminó en llamas, los desaparecidos en la comunidad ese mismo día. Las víctimas invisibles son más de las que contamos. Mientras se despedían a los sacerdotes asesinados en Chihuahua, en Jalisco se hacía lo propio con los policías asesinados en El Salto, Jalisco, cumpliendo su deber. Y esa es la fotografía del México rojo en el que vivimos. Cada rincón tiene su historia y todos los días se cuenta una diferente.
Cinco millones de pesos como recompensa por el autor material de los hechos en Chihuahua fue la respuesta del Presidente. ¿Quién arriesgaría su vida o la de su familia por una recompensa? El precio por la captura no es la salida, es el trabajo de las instituciones en acción y con un plan lo que hace falta. Y en efecto, vale más de cinco millones de pesos.
Cada movimiento militar o de la Guardia Nacional de un Estado a otro implica dinero. Se movilizan los efectivos del Centro al Norte, del Norte al Occidente o al Sur según se requiera, con el objetivo de encontrar a tal o a cual responsable, a tal o cual líder, pero en la búsqueda de un objetivo se pierde el plano general. La seguridad sigue pendiendo de un hilo, porque se capturan o se abaten delincuentes, pero la inseguridad se queda donde mismo.
¿Qué más falta? ¿Qué le falta al Ejecutivo del país para presentar la respuesta contra la violencia que los mexicanos esperan desde hace más de tres años? ¿Dónde está la nueva estrategia de seguridad luego de que los abrazos que tanto promueve el Presidente, como diría Almodóvar, están rotos? Los balazos los rompieron.
En la lucha del Estado contra el crimen organizado la población va perdiendo. Se pierden padres, madres, hijos, estudiantes, normalistas, sacerdotes, periodistas y la lista sigue. No hay tregua. No hay recinto que detenga la violencia. En la última década 30 sacerdotes han sido asesinados de acuerdo al Centro Católico Multimedial, pero miles de mexicanos más han perdido la vida a manos del crimen organizado, muchos siguen sin aparecer. No hay manera de seguir mirando de lado; decir que quieren colocar al país en el “banquillo de los acusados” está de más. Urge una reestructura antes de que la soberanía se pierda en el caos de las guerras civiles.
Gabriela Aguilar
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