A ver si es chicle y pega
Alguna vez, hace un titipuchal de años, utilicé este espacio para escurrir mis pareceres sobre el “Maratón”, el juego de mesa que por entonces se puso de moda y reunió a cientos de amigos y familiares deseosos de probar sus conocimientos sobre diversos temas. Fue tanta la popularidad que obtuvo el dichoso entretenimiento, que no tardó en convertirse en el mejor motivo para socializar entre cuates y parientes, pero también en el más descarnado espejo para poner en evidencia las fortalezas y defectos que los humanos cargamos, y hacemos gala, en todas las coyunturas existenciales posibles.
Así, en tanto el terco y el fanfarrón se liaban en su particular conflicto para adjudicarse la razón, el manso de espíritu sucumbía ante el gandaya que no daba tregua a sus embates de prepotencia; mientras el soberbio daba vuelo a su enciclopedismo, el inteligente utilizaba la paciencia como su mejor arma de combate. El caso es que, en no pocas ocasiones, el juego terminaba sirviendo de terreno para que los egos, las manías, la intolerancia y la frustración campearan a sus anchas, dejándole el camino libre a la “ignorancia”, aquella ominosa ficha negra que dejaba la discusión para cosas más nobles o, por lo bajito, menos rastreras que demostrar la propia y supuesta superioridad.
La mejor lección que obtuve de tan inútiles combates fue que, hasta algo tan sencillo como un juego, nos expone para mostrar lo mejor y lo peor que podemos ser en una circunstancia de excepción. Y no por nada se me refrescó el concepto justamente ayer, cuando al igual que miles de prójimos a lo largo y ancho del país, llegué a ocupar un lugar en la horizontal de las penurias automotrices, a 22 cuadras de mi anhelado destino, al que confiaba llegar con 20 jaculatorias y tres rayitas de gasolina que me quedaban. Cuando estaba por ingresar a la última cuadra que me faltaba, y con la decente encomienda de no invadir la bocacalle, me detuve para no obstaculizar la circulación y para que una prepotente, gandaya y soberbia dama, entrada en años y desvergüenza, se colara en la fila, así nomás, como sin querer queriendo.
Al airado impulso de claxon pa qué te quiero, le pegué frenéticamente hasta llamar la atención de quien parecía tratar de conservar el orden en aquella feria de vanidades insumisas, quien se tomó la molestia de indicar a la señora cuál lugar le correspondía, 25 cuadras atrás. Con cara de “ay, perdón, no me di cuenta”, la ilustre jamona se retiró entre la rechifla del paciente respetable que llevaba tres horas haciendo cola.
Para concluir diré que Heidi Hyde, a quien no tengo el gusto de conocer, le agradezco el asertivo comentario que compartió en Facebook el 8 de enero del corriente año, por el que opina que: “La degradación llegó a tal punto, que se justifica el huachicoleo porque garantiza el abasto”. En esta sencilla frase encuentro el único motivo sensato para explicarme la ira incontenida de mis coterráneos por la escasez de gasolina, particularmente de aquellos “antiamlos” que sienten que el nuevo Presidente está otorgándoles la razón al venir empatando la fatalidad con los negros vaticinios pespuntados durante muchos meses de campaña. A ellos y a todos los que se suman a la batahola de comentarios tan adversos como ociosos, quisiera invocar su ayuda para “mocharnos” con el Presidente, otorgándole un granito de confianza, paciencia y fe en que está luchando por restituirnos algo de lo mucho que nos han “huachicoleado”. ¿Será mucho pedir que, por unos días más, guardemos el vinagre en vez de andarlo desperdigando por doquier? Por su atención, gracias.