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A treinta años de El cine es mejor que la vida (II)

A finales de 1989 Emilio García Riera puso punto final a su libro más personal y entrañable, El cine es mejor que la vida, que al año siguiente fue publicado por Cal y Arena y premiado con el Villaurrutia.

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En la primera parte, “La vida”, se habla de todo, hasta de cosas serias: la guerra, el exilio, el desarraigo del refugiado, los estudios y trabajos, la muerte y la religión. García Riera lo hace con desenfado y delicadeza, con un sentido del humor supremo y lúcido ante el absurdo. Se da ahí lo que él mismo atribuye a su llorado amigo Jomí García Ascot: esa “particular observación, a la vez atañida y distanciada, contradicción aparente que la inteligencia hace posible”.

Dos rasgos constantes en el libro son, precisamente, el sentido más noble de la amistad y el bon sens del crítico que es, aun a su pesar, Emilio García Riera (él prefiere decirse). En su camino de cineadicto encandilado y desconcertado por el mundo extramuros se entrecruzan los pasos de personajes definitivos de la vida intelectual del siglo XX. Pero nadie más alejado del name-dropping que él; es más, pasa levemente y aprisa sobre su vieja amistad con figurones como Buñuel, García Márquez o Mutis, como para no darse demasiada importancia. Se detiene, en cambio, en los soberbios elogios fúnebres que son, sin pretenderlo, sus homenajes a Luis Vicens, Jomí García Ascot y José Luis González de León. En ellos y en la evocación de sus muchas amistades se vierte toda la generosidad, toda la simpatía en su sentido más profundo a que se puede aspirar en boca -o en pluma- de un amigo.

Los sentimientos se explayan, pero siempre con la rienda tensa de un pudor cuidadoso. Confiesa: “fui un niño sentimental, lo que no me escandaliza: a ese sentimental puede uno cargarlo toda la vida, pero se debe aprender con la edad no a desconocerlo, sino a ponerlo en su lugar para que no joda”. Es muy de agradecer que alguien venga a enseñarnos, en este país y sobre todo en esta ciudad tan afecta a la estética de repostería, los severos límites entre el sentimiento profundo y la cursilería. Como dice, “nada se perdería si no se «expresaran» tanto muchos incontinentes”.

Del buen sentido crítico, de la sensatez, se habla mucho en la parte sobre “El cine”, donde se demuestra que la enfermedad de la ideología se puede curar a punta de años, inteligencia y sentido del humor. Descarnado, García Riera confiesa: “en los años setenta, que poco me simpatizan a la distancia, me sentía al mismo tiempo, un poco, como en la adolescencia: trataba yo de seguir en algo la corriente política e ideológica de la izquierda a la moda, pero sintiéndome, en el fondo, incómodo y ajeno a los valores, comúnmente manejados, que propiciaron un intragable lenguaje «semiótico» (el fonema y el enema, como decía Álvaro Mutis), y toda esa jerga con temáticas, problemáticas, organigramas, parámetros, por el que se había que implementar, e incidir, y otras cosas raras. Había que ser «científico», vamos, y yo sentía que, de descuidarme, perdería de vista el único móvil serio de mi interés por el cine: el placer”.

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