¿A cómo y por qué tan caro?
Cómo quisiera andar por la vida sin que los optimistas me recuerden lo caro que se está volviendo, y los pesimistas lo peor que se va poner, en cuanto despunte el siguiente sexenio y el nuevo presidente comience a dar rienda suelta al populismo que le achacan. No es que mis economías sean tan boyantes para enfrentar lo que venga, pero mucho peor que desafiar mis propias limitaciones monetarias, me resulta tener que almorzarme las ajenas, porque parece que por el momento no hay más tema a tratar ni mejor entretenimiento que competir para ver a quién le va peor en los recuentos de temporada.
Por supuesto que no me resigno a que mi esfuerzo laboral de tantos años me rinda menos de lo que desearía, ni a que el descarado enriquecimiento de los políticos me funcione como el mejor digestivo, pero más nocivo que pasarme rumiando la indignación por las acciones de tantos sátrapas que hemos mantenido con el favor de nuestro voto e impuestos, encuentro destinar mi tiempo, saliva y energía en darle vueltas al mismo poste, aunque sepa que voy a terminar mareada ante una situación por demás adversa e irritante, que no está en mi mano cambiar.
Creo, no obstante, en la obligación que tenemos de ponernos a jalar el sentido común, si no para redimir a una sociedad oprimida, harta y desmoralizada, por lo menos para mantener a raya esos pequeños dispendios que en nada abonan a la tranquilidad que perdemos cuando nos desfasamos con el presupuesto doméstico. Pero muy poco podemos hacer cuando nos gana la gana y actuamos cual si estuviéramos peleados con nuestros centavos y no vemos la hora de echarlos fuera.
En esa mi tan silvestre lógica quise hacer entrar a la plañidera vecina, que nomás a la pasada me agarró de su paliacate de mocos, no sé si para desahogar sus penurias o para presumir lo inútilmente gastado en los útiles escolares del par de exigentes hijos que tiene. Por su compungido relato me enteré que Ikercito (que así bautizaron en honor al famoso portero español, hágame usted el nahuatlaco favor), a sus recién cumplidos siete años, no admite otros cuadernos que no sean de Star Wars, ni mochila sin que ostente los monigotes de Spiderman; en tanto Shania, (Shanaya, enfatiza la menor que así se llama, como la famosa “reina del pop country”) acaba de renunciar a las desabridas princesas de Disney, porque ahora su corazón, sus lápices, diademas, chamarras, tenis y mochila deben ser de Vampirina y su tétricos parientes y amistades.
Aunque la madre admite que la solvencia no le da para cubrir el costo de tales complacencias, prefiere endeudarse y exprimir su tarjeta de crédito, antes que sugerir a los pequeños dictadores el uso de cuadernos y calcetines que se compran por docena, o de una mochila y tenis sin marca ostentosa pero de igual utilidad. Son sus pequeños gustos (que ya les crecerán con la edad, ni duda cabe) y no será su madre quien se los frustre desde tan temprana edad.
Lo que más me sorprendió fue encontrármela un par de días después, en el abarrote de la esquina, discutiendo agriamente con el tendero por el elevado costo de sus mercancías y amenazándolo con no regresar a comprarle, por ventajoso y abusivo. En realidad se trataba de una adquisición de emergencia para el almuerzo escolar de los chiquillos, que además ni les gusta porque están acostumbrados a los jugos, malteadas, quesitos y cereales transnacionales que compra por tonelada en el gigantesco club de precios que no alcanzó a visitar. ¿A cómo y por qué tan caro?, dirían mis desenfadados pupilos, esos que también expresan ¿Y como ahí qué?