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500 años de muchas historias

Terrible metáfora vivimos este 13 de agosto en el centro histórico de la capital del país: mientras la pirámide de verdad, la histórica, se desmorona ante las inclemencias del tiempo por una malentendida austeridad, la otra, la construida con materiales efímeros sobre un andamiaje endeble luce esplendorosa en toda su impostura.

Pero ¿qué conmemoramos el día de hoy, 500 años de qué? Algunos responderán, en automático, de la conquista. Otros preferirán recordar los cinco siglos de resistencia indígena. Quizá sea también el día de la liberación de los pueblos mesoamericanos sometidos por el imperio Azteca. O la fecha de inicio de un proceso largo y tortuoso de construcción de una nación.

Durante casi dos siglos la historia oficial ha vinculado la fecha de la caída de la gran ciudad de Tenochtitlán con la conquista. La historia oficial, la religión de la Patria, maniqueísta por antonomasia, nos dice que ese día ocurrió una tragedia: el gran imperio mesoamericano fue derrotado y sometido por los bárbaros españoles. Como en casi todos los relatos de nuestra historia mítica, la de los libros de texto, los héroes son los derrotados, lo que ponen su sangre en la batalla.

Otro grupo, con mucha razón, ha reinterpretado la fecha de la caída de la capital del imperio Azteca como el inicio de un prolongado y paciente proceso de resistencia indígena frente al desdén de los criollos por las culturas prehispánicas; la reafirmación de la existencia de los pueblos originarios que fueron borrados de la historia, o peor, folclorizados, pero que, a pesar de todas las adversidades, negaciones y discriminaciones, ahí están, en toda su diversidad, aportando sentido e identidad a este país.

Para no pocos de estos pueblos indígenas, así en plural, el 13 de agosto de 1521 lo que sucedió fue una liberación, la caída de un imperio sanguinario y déspota que los tenía sometidos a sangre y filo y les imponía altísimos tributos. Los mexicanos originarios derrotados aquel día, los mexicas, son minoría frente a los que celebraron una victoria, una liberación.

Pero como suele suceder en la realidad y no en los relatos mitificados y romantizados, lo que sí sucedió aquel día hace 500 años fue el comienzo de un largo y tortuoso camino de construcción de un país. Aquel 13 de agosto de 1521 se rompió un sistema de dominación, pero aquel día no nació nada, fue sólo la simiente de lo que a la postre, merced de muchísimas circunstancias locales y globales, derivaría en lo que hoy conocemos como México.

La historia de cartón-piedra, representada perfectamente por la pirámide de mentira construida en el zócalo, no sirve para comprender, ni para entendernos a nosotros mismos. Es, como toda historia oficial, un relato al servicio de los poderosos en turno para apuntalar y difundir una visión ideológica. Es la otra historia, la que se teje con la paciencia de los datos, la que duda y muta en su interpretación, la que a la postre construye naciones e identidades.

diego.petersen@informador.com.mx

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