* Fuera lágrimas...
“Odio el segundo lugar”, solía decir Jacques Anquetil, uno de los más célebres ciclistas del Siglo XX; “Lo odio -explicaba-, porque el segundo lugar es el campeón de los mediocres”.
Pensar así es llevar las cosas al extremo… aunque sea verdad que los historiales consignan los nombres de los campeones y omiten u olvidan los de sus rivales en las batallas decisivas.
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Ganar, como ganó Brasil, ayer, el Mundial Sub-17 de futbol, da derecho a sus protagonistas a una página de oro en los anales del deporte. Los mexicanos lo saben, porque en el pasado han sido protagonistas de episodios similares.
Las lágrimas que derramaron ayer los jugadores que a los 66 minutos de partido anotaron el gol que les prometía la gloria y en el minuto 92 admitieron el que les daba el portazo en las narices, resultan comprensibles; se explican por sí mismas. Sin embargo, no hay deshonra en su derrota. En lo absoluto.
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Brasil es digno campeón. Ganó con limpieza, porque el penalti que el silbante marcó apreció al apoyarse en el VAR; existió, efectivamente. Su victoria hizo honor a la máxima suprema del deporte: “Que gane el mejor”… Ajustado, sufrido, dramático y todo, su triunfo fue tan legítimo como incuestionable.
El partido fue de excelente nivel; de paridad de fuerzas en muchos departamentos, lo que permite subrayar la dignidad con que los mexicanos esgrimieron sus argumentos futbolísticos, demostraron su aplicación táctica en lo colectivo y no pocas veces su talento en lo individual. Fue un encuentro más intenso, más brillante, más espectacular que muchos de las ligas más prestigiosas del mundo, con presencia de profesionales y aun de luminarias en las alineaciones.
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Brasil -vale la reiteración- mereció la victoria y la consiguiente coronación porque generó más y mejores oportunidades… y porque, lejos de desordenarse, porfió e intensificó sus afanes hasta que la veleidosa Diosa Fortuna, tras un gesto de desdén -el gol mexicano, con el excelente pase de Pizzuto y el implacable cabezazo de Bryan González-, le sonrió plenamente.
Como en otras ocasiones, está por verse lo que sucede con esta promisoria generación de futbolistas mexicanos, en la compleja transición, como personas, de la adolescencia a la madurez, y, como futbolistas, del semiprofesionalismo al profesionalismo propiamente dicho.
Por lo pronto, a enjugar las lágrimas... Lo de ayer fue una experiencia; no un fracaso.