- Se veía venir…
Es cuestión de lógica elemental: por una parte, si el confinamiento obligado por la pandemia del COVID-19 inhibe la actividad económica, es natural que se reduzca, en la misma medida, la recaudación tributaria; por la otra, si los estados perciben menos recursos de los habituales o de los previstos en los presupuestos para proporcionar los servicios básicos que justifican su existencia -educación, salud, seguridad e infraestructura-, es inevitable que haya un deterioro en la calidad de la educación, la salud, la seguridad y la infraestructura que aquél debe ofrecer a los ciudadanos.
Es de aritmética de primer año: “Se baja el cero y no toca…”.
-II-
Hasta el año pasado, antes de que la pandemia pusiera al mundo “patas p’arriba”, la maldita realidad ya había hecho cera y pabilo con las previsiones oficiales en el sentido de que la economía mexicana tendría un crecimiento anual del 2.5%. El millón y pico de empleos formales que se han perdido de marzo a la fecha, el confinamiento de la población, la parálisis de las actividades productivas y el “engarróteseme ‘ai” de las comerciales -salvo las esenciales, claro-, han impactado las finanzas públicas. Era previsible. Estaba escrito.
El anuncio de que el Gobierno federal entregó 18 mil 456 millones de pesos menos a los estados (711.9 millones de pesos menos a Jalisco, particularmente), correspondientes a recursos federalizados, en los cinco primeros meses del año, significa, sin más, que todas las lecturas optimistas que en este momento puedan hacerse acerca de las repercusiones económicas de la pandemia (más allá del buen deseo de que en el mediano plazo se produzca una recuperación gradual -equivalente a la convalecencia posterior a la enfermedad-), están en el terreno de la fantasía químicamente pura. Son cuentos chinos, para decirlo pronto y claro.
-III-
De hecho, de esas cifras se desprende, por una parte, un temor: que la pérdida del empleo formal, derivada del cierre de empresas, y la reducción de oportunidades en el empleo informal, repercutan en un incremento -indeseable, ciertamente…, pero quizás inevitable- de los índices de delincuencia; por la otra, una esperanza: que de la visita presidencial a Jalisco, hoy, se desprenda al menos una medida en concordancia con el discurso de que la mejor manera de combatir el delito no consiste en perseguir delincuentes, sino en atender a las causas que lo originan: la falta de oportunidades de acceso a un empleo dignamente remunerado, principalmente.
(“Ya veremos…”, diría José Feliciano.)