- Matar pulgas
Corrección (“a quien le venga el saco…”): que Andrés Manuel López Obrador ganara la elección presidencial con 53% de los votos (en números redondos), no significa que 47% de los mexicanos no votaran por él. Si en los comicios participaron 60% (también en números redondos) de los ciudadanos inscritos en el padrón, el 40% de los potenciales electores que deliberada o accidentalmente se inscribieron en las filas del abstencionismo, se suma al universo de los que no votaron por el hoy virtual Presidente electo. Planteado de otra manera: 30 millones de mexicanos votaron por él, y 59 millones, no.
-II-
Esos números no alteran lo esencial: puesto que abstenerse de votar, pudiendo legalmente hacerlo, puede ser lo mismo una decisión personal que un accidente, tanto los ciudadanos que esta vez no votaron como los que lo hicieron por otros candidatos o anularon su voto -deliberadamente o por torpeza-, aceptan de antemano el resultado (regla básica de la democracia)… aunque no votaran o aunque su voto hubiera sido adverso. Eso, en última instancia, significa que el candidato ganador merece ser calificado como Presidente legítimo de todos los mexicanos.
Se vale, por tanto, suscribir la inquietud surgida a raíz del desplante -parte de su muy personal estilo de matar pulgas, por lo demás- de López Obrador, de pronunciarse por la desaparición del aparato a cargo de la seguridad personal del titular del Poder Ejecutivo y de su familia más cercana -el Estado Mayor Presidencial-, y atenerse, con una buena fe rayana en la ingenuidad (por decirlo amablemente) a que “el pueblo” se encargará de protegerlo.
-III-
En la “luna de miel” entre gobernante y gobernados, es válido el buen deseo de que así suceda; que no hubiera necesidad de desplegar la compleja logística -fastidiosa para muchísimos ciudadanos- que los desplazamientos del Presidente de la República ameritan. Sin embargo, es inevitable que las acciones de Gobierno generen animadversión de los gobernados hacia el gobernante, y es incuestionable que “el pueblo”, erigido en ángel guardián del gobernante, sería incapaz de impedir una agresión -por decir lo menos- o un atentado -por decir lo más- contra el gobernante, por cuenta lo mismo de un desquiciado que de un resentido.
De donde se infiere que, como con mucha sensatez se ha dicho, la seguridad del gobernante es un asunto de estado… aunque a veces dé la sensación de ser solamente un antipático y oneroso alarde de prepotencia.