- Ciudades sin ley
Abrir el huacal para que se salgan las gallinas, es fácil; lo difícil es hacerlas regresar.
-II-
El legislador que redactó el texto del Artículo 9º. de la Constitución (“No se podrá coartar el derecho de asociarse o reunirse pacíficamente con cualquier objeto lícito…”, etc.) no tenía una esfera de cristal; no podía, por tanto, anticipar situaciones que tienden a hacerse sistemáticas en las marchas y manifestaciones que en las grandes ciudades -la de México, muy particularmente- se han vuelto casi cotidianas: desmanes, agresiones, destrozos, vandalizaciones…
Si la hubiera tenido, seguramente habría incorporado algunas salvedades adicionales a las que previó entonces. Señaló, sí, que “no se considerará ilegal (ni podrá, en consecuencia, ser objeto de persecución por parte de la autoridad) una asamblea o reunión (o manifestación o marcha) que tenga por objeto hacer una petición o presentar una protesta por algún acto a una autoridad, si no se profieren injurias contra ésta, ni se hiciere uso de violencia o amenazas para intimidarla u obligarla a resolver en el sentido que se desea”.
Si hubiera anticipado los “disturbios aislados” -como los calificó, tibiamente, cierto sector de la prensa- que acompañaron a las recientes protestas callejeras por la violencia contra las mujeres, el quinto aniversario de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa o a favor de la despenalización del aborto, es probable que hubiera señalado que, en cambio, sí se considerará ilegal -y motivo de acciones de la autoridad- que se hiciera uso de la violencia (hacia personas, comercios, oficinas y monumentos públicos), se profirieran injurias (“Gobierno asesino”, “fue un crimen de Estado”, etc.)…; y, además, que ninguna protesta o demanda, lo mismo si razonable que si descabellada, sirviera de pretexto para hacer destrozos, alterar la paz y el orden público u ocasionar daños y/o perjuicios a terceros.
-III-
La tibieza -por decirlo amablemente- de las autoridades ante esos incidentes, a partir del concepto equívoco de que salvaguardar el orden público es -¡horror de los horrores!- reprimir (reprimir significa contener, refrenar; impedir que cundan el desgarriate y la violencia injustificada, pues), tienen un costo económico considerable y uno social incalculable. El primero, en los casos señalados, se ha tasado en varios cientos de millones de pesos. El segundo consiste en que se proyecta la imagen de que vivimos en ciudades sin ley… o en las que -aunque “protestan solemnemente” hacerlo al asumir ciertos cargos públicos- nadie parece estar dispuesto a hacerla cumplir.