“Infancia & Juventud. Memorias” de Fito Páez
En los libros recomendados se encuentra este título, en el que el autor Fito Páez pasó el encierro pandémico recordando y escribiendo, repasando y puliendo episodios
El reconocido Fito Paez presenta sus esperadas memorias, se trata del libro Infancia & Juventud. Memorias de Editorial Planeta, el cual es la sugerencia en los libros recomendados de hoy.
En el medio, 400 páginas de memorias cuyo etiquetado frontal debiera advertir: Altas en emoción, agudísimas en cultura pop, refinadas, bestiales, amorosas, explícitas. Fito Páez pasó el encierro pandémico recordando y escribiendo, repasando y puliendo episodios, ajustando cuentas y desarreglando todo lo demás, en un ejercicio de introspección al que la palabra “prodigioso” le queda pintada.
De la infancia rosarina narrada en travelling virtuoso al apogeo de su juventud con la locura de El amor después del amor, el recorrido es, como los mejores caminos, largo y sinuoso. Infinidad de escenarios, nombres, lugares, anécdotas, homenajes, viajes, borracheras… y la tragedia y el amor marcando el ritmo de un relato que parece rapsodia: Una suma de partes que hace de este libro de memorias una larga canción perfecta.
«Aquí, este errático intento de escritura de lo que creo, imaginé o me contaron de mi vida. Espero les ayude a pasar el rato y les robe una sonrisa. Gracias a mi tribu por regalarme el don del tiempo de vivir, cantar y contar aventuras durante todos estos años»
“La ladrona de huesos” de Manel Loureiro
Así surgió este libro, en plena pandemia: «Dale, ya no tenés excusas»
Este libro es obra de la voluntad inquebrantable de Nacho Iraola. Hacía tiempo que me venía insistiendo con la idea de escribir un libro autobiográfico. Nada más lejos de mis deseos en aquellos años prepandémicos. “Nacho, por favor, ¿quién podría tener ganas de ponerse a revisar su propia vida? Nadie en el uso de sus cabales”. Rezongaba contra la casi sicopática insistencia de Nacho, que más que un editor parecía un cortejante. Con infinita paciencia, él iba horadando la piedra ante mis rotundas y permanentes negativas.
El 12 de marzo de 2020 se suspendió el primer concierto de La conquista del espacio, en Rosario, y el mundo que conocíamos los argentinos empezaba a irse por la borda.
La suerte de dos duchas y dos comidas al día, más ponérsela cada cinco noches entre alcoholes y zooms con gente querida y algunos exóticos desconocidos, hizo de aquel tiempo una extraña temporada en una niebla demente. El tiempo libre y la desesperación fueron el terreno donde se abonó este libro. Ahora no tenía argumentos para escaparme de mi insistente editor planetario.
“Las costureras de Auschwitz” de Linda Adlington
De niño conocí el olor de la muerte…
Ningún niño está preparado para oler a la muerte. Tiene un aroma muy particular. A flores marchitas. A encierro. Todos los sábados, cerca del mediodía, durante varios años, mi padre me llevaba a enfrentarme a la lápida de mi madre. Estaba en el cementerio El Salvador.
Mi padre compraba religiosamente una docena de claveles rojos o blancos en los puestos de flores que se ubicaban sobre la avenida Ovidio Lagos, frente al cementerio. Lo primero que me enseñó fue el ritual de aquellos encuentros. Después de atravesar los pasillos subterráneos durante algunos minutos de caminata en silencio, llegábamos a la tumba de la muerta.
Mi padre besaba la foto de mi madre con la mano a modo de saludo. Después me indicaba que hiciera lo propio. Retirábamos las antiguas flores que despedían su néctar mortecino. A veces no eran las que habíamos dejado la última vez. Alguien más había visitado el sepulcro. Esos silencios de mi padre aún me acompañan.
Esas miradas. Las flores, entonces. Aquellas flores vivirían tan solo algunas horas después de puestas en el florero de lata. Solo conocían el abrigo del frío, la humedad y las sombras. Todas esas flores sabían que llegaban a sus horas finales cuando atravesaban aquellos canales helados aislados del sol. Algún registro de agonía siempre supuse que tenían. Todo abriga la virtud de la premonición. Los niños y las flores no están preparados para la muerte.
Papá y mamá. La repentina muerte de la madre de fito a los ocho meses de su nacimiento
Margarita y Rodolfo decidieron contraer nupcias el 25 de marzo de 1961 con la anuencia de mis abuelos maternos, don Aurelio Ávalos y Margarita Rosa Magnelli de Ávalos, y mi abuela paterna, Belia Zulema Ramírez de Páez.
Viajaron a Córdoba, acumularon recuerdos, se besaron bajo la luz de la luna, rieron en complicidad, hicieron planes. Se amaron. Enfrentaron un mundo y una Argentina sin buenos pronósticos para el futuro más inmediato. Margarita se embarazó y las esperanzas y las alegrías fueron todo en aquellas familias.
A los nueve meses de su casamiento, en el año 1962 nace, muerta, mi hermana Valeria.
Mi madre se volvió a embarazar. Entonces renacieron todas las esperanzas. Yo nací el 13 de marzo de 1963. Un mediodía de sol a las 14 horas. El borracho en la quiniela.
Ocho meses más tarde mi madre fallecía de un tumor maligno denominado corio-carcinoma o mola hidatiforme. Tumor de crecimiento lento que se forma con células uterinas que ayudan a que el embrión se adhiera al útero. Por la zona en la que se forma y por la periodicidad con la que avanza, este cáncer se hace ver como un embarazo. Un falso embarazo.
No sé por dónde andaría yo en aquellos momentos. Nadie pudo contármelo con exactitud. A veces las tormentas son tan grandes que las criaturas más frágiles son invisibilizadas. Un río de lágrimas lo inundó todo.
Sellaron la lápida y el mundo siguió andando.
Y entonces, la música
El 7 de agosto de 1976 asistí a mi primer concierto. La noche en la que los dioses me dieron una clara señal. No habría otra posibilidad. Tenía que aprovecharla. La música era la libertad. Decidí en aquel momento que iría tras ella. Iba a desencorsetarme de todo lo inculcado hasta el momento. No digo que lo haya logrado. Solo que aún sigo intentando abrir mi corazón en busca de ese camino incierto, que no cotiza en mercado, pero hace de quien quiera transitarlo una persona inmune a la estupidez de los demás. Incluso a la propia.
Cecilia Roth
La primera vez que vi a Cecilia Roth fue en el film Laberinto de pasiones, de Pedro Almodóvar. Fue en el cine que quedaba en la calle Corrientes al lado del bar La Paz. Fui con Guille Vadalá. Corría el año 1988. Era un ciclo que presentaba toda la filmografía del director manchego. Recuerdo que cuando salimos de la proyección le dije a mi nuevo amigo estas textuales palabras: «Hay algunas cosas que nunca van a suceder. Una de ellas es que una mujer como Cecilia se enamore de mí». Todo indicaba que aquellas palabras podrían haber sido dictadas por un implacable oráculo griego. Por suerte la vida es más insólita y no respeta destinos marcados.
(…) Bailando Prince, Cecilia, en un movimiento maestro, audaz y a toda velocidad, rozó sus labios con los míos. Eran suaves y carnosos. Nadie logró darse cuenta. Fue un solo movimiento. Muy delicado, sexy. Yo no salía de mi asombro. Fue una fiesta hermosa. En esa casita mediterránea muy chic al lado del mar, pegada al faro que orienta a los navegantes, me enamoré de Cecilia.
Estaba en aquel espacio enorme estrenando el «Tema de Piluso», compuesto en las islas lejanas de la Melanesia, mientras una multitud cantaba conmigo leyendo la letra a través de dos pantallas gigantes puestas a los costados del escenario. Ese niño criado en el más excelso amor, cuyo padre lo indujo a los libros, el cine y la música, arropado en las faldas de aquellas dos mujeres viejas en la ciudad de Rosario, que veía al Capitán Piluso a la hora de la leche, estaba siendo tomado en sus brazos por un pueblo. Una parte de él, que sentía que había que darle unas palmadas en la espalda a aquel muchacho. La vida me había cruzado con todas esas almas que conformaban la mía y me completaban.
Fito Páez
Nacido en Rosario, Argentina, en 1963. Su extensa y exitosa carrera como autor e intérprete a nivel iberoamericano y europeo incluye unos 30 discos grabados, un récord de ventas a nivel nacional con El amor después del amor (1992) y la obtención del premio Grammy al mejor álbum latino de rock o alternativo, además de 10 Grammys latinos.
Como cineasta, escribió y dirigió La balada de Donna Helena (1994) —por la cual recibió el Premio del Jurado en el Festival de La Habana—, Vidas Privadas (2003) y ¿De quién es el portaligas? (2007). Su relación con la escritura comenzó a formalizarse con una serie de artículos publicados en el suplemento ADN del periódico La Nación y se extendió con la novela La puta diabla (2013, reeditada en 2016 por Emecé), el volumen Diario de viaje (Planeta, también de 2016) y la novela Los días de Kirchner (Emecé, 2018).
Con información de Editorial Planeta.
XM