Estilo

El día que nombré mi trastorno bipolar

Antes de ser diagnosticado intuía que las cosas no estaban bien; ¿cuántos hay que no llegan a este momento?

I'm so happy 'cause today I found my friends 
They're in my head

Nirvana / Lithium

¡Que si alguna vez había intentado matarme o planeaba hacerlo!

Que si había tenido semanas tan tristes que ni siquiera me podía levantar de la cama.

Que si, por el contrario, hubo temporadas en las que me sentí tan feliz que incluso dormí poco o casi nada durante varias noches.

“Sí, sí y sí… a todo sí”, respondí con mi cara entumecida color cal. Tragué saliva. 

Hubo muchas más preguntas en el test de las que ahora recuerdo. Contesté una por una, despacio, arrastrando el lápiz, sin darme oportunidad para el autoembuste. Cada pregunta fue un mordisco en el estómago que, quiero creer, enfrenté con relativa calma y decoro. Hice pausas. Muchas: entre cada interrogante deslicé la mirada hacia la nada, sentado en un sillón incómodo; contemplé la mañana nublada que atravesaba la ventana ubicada a mi derecha; miré las reproducciones surrealistas colgadas en el muro izquierdo, y observé, frente a mí, los libros minuciosamente acomodados en un librero pretencioso, de esos montados sobre un muro completo.

Después de un rato que debió ser menos de una hora, entregué la prueba a la psiquiatra, una mujer de no más de 40 años de edad, quien además de médico era psicoanalista. Era morena, delgada, bajita. Brillante. Bastante amigable. Me ofreció agua en uno de esos frágiles conos de papel; quizá me lo dio antes de responder, no sé. Se volvió hacia el escritorio de madera durante unos minutos para analizar mis respuestas. Terminó, sonrió y, como si estuviera anunciando un asunto cotidiano, confirmó lo esperado por mí: oficialmente, yo era bipolar. Y empezó para mí el tiempo de ser bipolar. No, mejor dicho, de tener trastorno bipolar, no es lo mismo. 

Antes y después del cuestionario hablamos por un largo rato. Escuché una retahíla de giros para mi vida a partir ese día. Cuando te dicen que tienes trastorno bipolar te explican que es irremediable (pero controlable), que tu cerebro funciona diferente, es hereditario, que hay distintos tipos de bipolaridad, cada individuo la vive a su manera, que hay que tomar uno o varios medicamentos todos los días de tu vida, aunque casi todos ellos tienen efectos secundarios como la alopecia, los kilos de más, las manos temblorosas y hasta el olvido de palabras al hablar, entre otras cosas. Te dicen eso y te hablan de la terapia como algo indispensable; la alimentación, el sueño y la rutina también importan. Ah, es necesario abandonar el alcohol. 

A pesar de mis sospechas sobre el resultado (había gastado tiempo en videos sobre el tema a sugerencia de alguien), el diagnóstico de la psiquiatra me apretó la garganta, como cuando te avisan de la muerte de un amigo. Había llegado hasta ese lugar para confirmarlo. A eso fui. Tenía mis conjeturas sobre mi condición mental; sin embargo, nunca ningún profesional me lo había corroborado con precisión. Dolía. Esto fue un sábado, no recuerdo el mes, tal vez junio o julio porque llovió mucho durante la noche anterior en la Ciudad de México y hacía frío. 


II

Todavía olía a mañana húmeda y los charcos resistían sobre las banquetas. Salí aturdido de la clínica de salud mental con la prescripción en mano. Era mi primera receta. La surtí inmediatamente en la farmacia de enfrente, hasta pedí mi tarjeta de cliente frecuente o monedero o como se llame. La vendedora, quien me veía con suspicacia, capturó los datos de la psiquiatra en una computadora y me informó que esa receta era para tres provisiones, o sea para tres meses, y cada vez la sellarían porque era medicamento controlado. La verdad no recuerdo cuáles fueron los primeros fármacos que tomé. No funcionaron, pues meses más adelante tuve una crisis depresiva y la psiquiatra me los cambió por Litio. 

Al salir de la farmacia, caminé por la calle Matías Romero hacia el oriente y me detuve en la esquina de Adolfo Prieto, en la colonia Del Valle, para sentarme en el café de la zona. Es un lugar sin estilo, con excelente café y buenos molletes. Había estado muchas veces en él, aunque las visitas posteriores lo convertirían en un sitio memorable para mí. 

Luego de varios meses de terapia individual, me incorporé a un grupo formado por personas con trastorno bipolar. Al terminar la sesión colectiva con la terapeuta, nos juntábamos en ese café para extender la charla en un ambiente informal. Todos me superaban en años, ya olvidé sus nombres, mas no los detalles de sus historias. Recuerdo, sobre todo, a los dos de mayor edad. Uno de ellos, de unos 70 años, era un empresario rico avecindado en Lomas de Chapultepec, viajaba en un carro destartalado para no llamar la atención y practicaba artes marciales. El otro, también rico y de aproximadamente 80 años, era un judío de Lomas de Tecamachalco, quien no necesitaba trabajar porque vivía de las rentas de varios edificios en esa zona, tenía un programa de radio en AM sólo porque le gustaba hablar sobre sus viajes. Nos reuníamos religiosamente todos los sábados para entender nuestras derrotas cotidianas a través de las derrotas de los demás. Por más controlado que estés (eutimia, le llaman), para un bipolar siempre habrá días malos. 

Mientras estaba sentado en el café, comenzó a pesarme el cuerpo y, paradójicamente, también me sentí despojado de algo. Sólo quien se reconoce con alguna condición mental no reconoce en esto una contradicción o, en todo caso, ve una contradicción muy cierta. 

Antes de ser diagnosticado, intuía que las cosas no estaban bien, no atinaba el adjetivo, solamente había signos de algo roto en algún momento de mi adolescencia. Me sentía "raro", en la peor de las formas y sin idealizar lo distinto. Ya diagnosticado, el asunto fue más radical: me percibí al margen de todo, con el letrero “cuidado con el leproso mental” colgando del cuello. Es la sensación de estar enfermo, no como quien tiene un dolor de cabeza, borrado con una siesta o una aspirina. No. Enfermo para siempre, pese al medicamento, pese a todo esfuerzo, pese a ti. Enfermo y algo más. Más pesado, denso, viscoso, pegajoso, horrendo: Hector, el enfermo mental. 

Al mismo tiempo, me sentí aliviado porque ya sabía qué cosa me había pasado por encima varias veces al año desde mis años de secundaria. El veredicto oficial me ayudó a reconstruir la lógica de muchos líos a cuestas. Con mi café americano delante, pensé en… 

Las muchas noches sin dormir. 
Los gastos absurdos. 
Mis estallidos de furia contra quien sea. 
Los momentos cuando me creí especial, superior e indestructible.
Las prácticas sexuales riesgosas.
La desesperación por no quedarme quieto un rato largo.
Esas mañanas en que levantarme de la cama fue un acto heroico cuando no imposible.
Los intentos de suicidio en un rincón de mi cuarto.
Las voces de ningún lado. 
Los proyectos abandonados a medio camino.
La incapacidad para encontrarle sentido al mundo.
Las ganas desesperadas de llorar.
La ansiedad implosiva.
Los años escolares perdidos. 
Y, como dice Rafael Cadenas, las ganas de salir corriendo cuando apenas había llegado. 

A esas alturas de mi vida, ya había perdido una lista interminable de personas y cosas, de parejas que me quisieron con sinceridad, de vínculos familiares. Muchos amigos se habían ido porque no alcanzaban a entender mis etapas insoportables de iracundo, de inexplicables tristezas o porque notaban mi mal aspecto, sin conocer las razones. Muchas veces fui yo quien desapareció obligado por alguna crisis profunda. Había perdido dinero, empleos, oportunidades profesionales y académicas, lugares donde era bien recibido. Porque de eso se trata la vida de alguien con trastorno bipolar, de perder, de extraviar más allá de las emociones. De subir y bajar más alto o más profundo. De correr o atrincherarse. De dejar caer los brazos o gritar. Perderte, revolcarte en el subsuelo, levantarte, empezar, y volver a disolverte en cuestión de meses. Así, hasta que alguien te dice “tienes trastorno bipolar” y esperas a que el cúmulo de crisis no crezca más.   

Dejé el café con las ansias de telefonear y pedirle perdón a todo cuanto arrasé en el viaje. Caminé hasta mi departamento, a unas cuantas cuadras. Ya era mediodía, las nubes habían cedido y el sol encendía el pavimento.  


III

Llegué a casa. Le confirmé a mi pareja que tenía trastorno bipolar y se puso un poco triste. Ella había escapado de Tamaulipas por la delincuencia que tenía hincado a aquel estado del noreste. Era dos o tres años menor que yo. Alta, blanca, delgada, cabello  y ojos negros, mirada tranquila, y muy perspicaz. Por ese entonces, ella trabajaba como redactora en un periódico, donde en ocasiones atendía las notas sobre salud, incluida la salud mental.

Una noche llegó a casa y me pidió hablar sobre una cosa seria. Nos sentamos en el sillón café de la entrada y sin suavizar su discurso, lanzó el pronóstico: eres bipolar, me dijo. Hubo un vasto silencio. Ella lo había estudiado, reflexionado, analizado durante varios días. Se topó con el tema del trastorno bipolar, vio algo de eso en mí, y se puso a mirar y guardar videos de YouTube. 

La odié desde el fondo porque lo tomé como un insulto. No fue así. Me explicó qué significaba eso de tener trastorno bipolar. No quería decir que uno cambia de estado de ánimo o de decisión de un momento a otro, como piensa la mayoría, me dijo. Ni era una ofensa, como la gente usaba la palabra. No significaba estar “loco”, en su acepción común y violenta. Tampoco encarnaba a sujetos temblorosos, con la mirada perdida, con camisa de fuerza blanca, que hablan solos y caminan rengos. No era sinónimo de violento, hay más probabilidad de que alguien con el trastorno sea agredido a que se convierta en agresor. 

Tienes trastorno bipolar porque atraviesas episodios o ciclos de manía o hipomanía -un estado de euforia exagerada- y depresión, que no es estar triste nada más, pues la tristeza es algo así como un dedo quemado y la depresión son quemaduras en todo el cuerpo que te mandan a terapia intensiva. No quiere decir "eres un holgazán" o  “no le echas ganas a la vida". Me dijo: ser bipolar es una condición y ya. La tienes, vas al médico, te receta, atiendes un estilo de vida, tienes seguimiento, y listo, puedes seguir. No es lineal ni tan sencillo, no obstante es bastante posible alcanzar el equilibrio. 

Esa noche nos desvelamos reproduciendo videos previamente seleccionados por ella. Me identifiqué en más de una situación planteada. Me dieron ganas llorar, aunque atajé las lágrimas, el trastorno bipolar era apenas una posibilidad. Aún debía ir con un psiquiatra para verificarlo. No fui pronto. Antes vi todo video cuanto pude, descargué un par de libros de Internet, leí muchísimas notas periodísticas, la mayoría frívolas, de esas que hablan sobre personajes famosos, principalmente artistas y escritores, quienes padecen o padecieron el trastorno, como el pintor Vicent Van Gogh, cuyo día de nacimiento sirve para celebrar el Día Mundial del Trastorno Bipolar. Para mí, eso es como poetizar el sufrimiento, como si,  para consolarte, la gente te dijera “vamos, adelante, puedes tener una vida miserable y perder hasta la oreja, pero qué cosa más bonita esa de ser hipersensible, vamos, puedes ser famoso si tú quieres”. Es mi interpretación, probablemente me equivoque.

Pasaron un par de meses antes de pedir una cita con el psiquiatra. No sería mi primera vez, pero tomar la decisión siempre me daba algo de miedo. Desde mis tiempos de preparatoria había dado de tumbos entre terapeuta y terapeuta, pasé de sesiones simplonas y funcionalistas a impenetrables psicoanálisis, de prácticas alternativas orientales a rituales mágico-chamánicos, de psiquiatras costosos al hospital público Fray Bernardino. Al fin acudí a la cita, hice el test, y me confirmaron el trastorno bipolar… 14 años después de mi primera depresión profunda. Parece demasiado tarde; no lo es si se fijan bien, finalmente llegué a ese tramo y no era poca cosa. Porque, como dijo una amiga: ¿Cuántos hay que no llegan a este momento? ¿Cuántos -agrego yo- se pegan un tiro o se cuelgan antes de ponerle nombre al fantasma? 

I like it, I'm not gonna crack…

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