Un juicio en Chicago, 1969
Una reflexión en torno a la cinta dirigida por Aaron Sorkin y que este año cuenta con diversas nominaciones al Oscar
La realidad es siempre un buen tema de ficción. Se puede transformar en literatura, en novela o poesía, en obras de teatro, en películas o series de televisión, en material para plataformas digitales.
A partir del registro de algunos hechos verídicos (o más o menos), un episodio de la vida real puede ser interpretado y narrado de maneras muy distintas, poniendo énfasis en el lenguaje y las imágenes, los contextos, los actores. La reconstrucción de lo ocurrido en algún momento del pasado remoto o reciente, en algún lugar, con determinados personajes, es el objeto de la imaginación de los intérpretes, el material que puede ser traducido en canciones, libros o guiones para películas de no-ficción.
“El juicio de los 7 de Chicago” (2020), dirigida por Aaron Sorkin, es una película que se inspira en acontecimientos ocurridos a finales de 1969 en la ciudad de Chicago, Illinois, una historia real que involucra todos los ingredientes de una drama de época: política, protestas, violencia, drogas, tribunales, policías, jueces, abogados y acusados, forman el núcleo duro de un episodio de las muchas movilizaciones estudiantiles de los años sesenta contra la guerra de Vietnam. Eran los preludios culturales del gobierno de Richard Nixon en los Estados Unidos, y una ola conservadora dominada por tonalidades patrióticas defendía furiosamente la intervención norteamericana en aquel país en nombre de la democracia, la libertad y la justicia, palabras que formaban parte del lenguaje de la guerra fría de la época.
El juicio era producto de las acusaciones que la fiscalía general de la administración del Presidente Nixon hacia a quienes consideraba los responsables de una manifestación celebrada en 1968 a las afueras de la sede de la Convención Nacional Demócrata para elegir el candidato a la presidencia que se enfrentaría en las elecciones de 1969 al propio Nixon. Esa manifestación había sido impulsada por organizaciones como el “Partido Internacional de la Juventud” y la “Sociedad Democrática de Estudiantes”, dos de las muchas asociaciones fugaces formadas al calor de las protestas contra la guerra de Vietnam, que coexistían con organizaciones muchos más radicales como las “Panteras Negras”, orientada a luchar contra el racismo y la injusticia cotidiana en ciudades y pueblos norteamericanos. El resultado fue un enfrentamiento con la policía y la guardia nacional, cuya intervención fue ordenada por la fiscalía general y el alcalde de la ciudad de Chicago, con un considerable saldo de manifestantes heridos y encarcelados.
Casi dos años después, algunos de los dirigentes del movimiento que había llegado a acampar al parque Hyde fueron acusados por la fiscalía y llevados a juicio a finales de 1969. Entre ellos, destacaban las figuras de Jerry Rubin y de Abbie Hoffman, dos destacados promotores de la lucha antibélica, la revolución cultural y el uso libre del consumo de drogas como la mariguana y el LSD. Luego de casi seis meses de juicio, protagonizados por un juez intolerante e incompetente, por voces que mezclaban inteligencia, ironía y retórica legal, frente a un jurado y un público atento al proceso judicial, el resultado fue el de su condena, que fue apelada y resuelta en muy poco tiempo. Aunque finalmente fueron exonerados, el juicio y las trayectorias vitales de los “siete de Chicago” representan las postales de una época, de sus símbolos e imaginarios, de sus prácticas y alucinaciones, de los usos políticos o francamente corruptos de la justicia, de las prácticas y costumbres de las comunidades y tribus, de los pleitos, las ambigüedades y las contradicciones de una época difícil.
El episodio, visto a la distancia, revela sólo un momento de las trayectorias individuales y sociales de los involucrados. Rubin y Hoffman siguieron historias paralelas con rutas distintas. El primero fue encarcelado años después por distribuir cocaína, y luego, a finales de los ochenta se hizo accionista de una naciente empresa (Apple), se hizo rico, y murió atropellado en 1994, en Los Ángeles, a los 54 años de edad. Hoffman escribió un libro que se convirtió en un best seller en los años setenta, de cuyas regalías vivió hasta su muerte, en 1989, a los 52, por una sobredosis, aunque algunas versiones afirman que fue un suicidio. Otros de los protagonistas se hicieron políticos profesionales, funcionarios públicos, pequeños empresarios, fiscales. Era la generación de Woodstock, del rock, de Vietnam, pero también del Tea Party, de los supremacistas blancos y de los skinheads. Ahí se encuentran las raíces del origen de demócratas modernos como Obama o de republicanos del siglo XXI como Trump.
Aunque la realidad sea un buen objeto para la ficción, nunca es fácil distinguir las fronteras entre lo ocurrido y lo imaginado. Ese carácter difuso es lo que permite la hechura de obras que ayudan a simplificar en diálogos coherentes e imágenes coloridas la complejidad (aburrida, monótona, grisácea) de la vida real. Como lo distinguía Italo Calvino, el mundo escrito (o filmado), es muy distinto al mundo no escrito (o no filmado). Ese es su misterio y su encanto. En este caso, el mundo narrado en torno a los acontecimientos de un año a la vez mítico y real (1968), constituye un ejercicio de memoria que bien podría ser acompañado por “For What It's Worth”, la canción de Buffalo Springfield compuesta por Stephen Stills y Neil Young, que registra con puntualidad la confusión, las creencias y convicciones de los agitados años sesenta, en la que algo sucedía pero nadie sabía exactamente qué era. Y, a más de medio siglo de distancia, no es para nada seguro que hoy lo sepamos con claridad.
Por: Adrián Acosta Silva
JL