Fotogalería: Adiós al hombre; hola a la leyenda
Niki Lauda dejó de existir pero su legado en la Fórmula Uno se queda para siempre
Nos hizo pensar que era inmortal y, ¿saben qué? Así es. Andreas Nikolaus Lauda murió, pero Niki Lauda vive en su leyenda. Él no necesitó de la muerte para ganar ese estatus: lo ganó escapando de ella.
Lauda escogió ser deportista, ser piloto de Fórmula Uno. Arriesgó su fortuna y su legado familiar; apostó todo por su sueño y le funcionó. Demostró que la apariencia física no es nada y que el trabajo, la ética, dedicación y la pasión lo son todo; no solo en ese deporte, sino en la vida.
En 1976, durante el Gran Premio de Nürburgring, en un escenario espectacular ocurrió uno de los accidentes más espeluznantes que el mundo del automovilismo hubiera visto.
El asfalto estaba mojado, había llovido y las condiciones no eran óptimas. Se consideró cancelar la carrera, pero no sucedió; había que correr. Era apenas la segunda vuelta del Gran Premio cuando su Ferrari se estrelló en la curva Berwerk. El monoplaza giró dramáticamente mientras las llamas lo envolvían. Niki seguía adentro; estaba atrapado.
Pasaban los segundos, en medio de imágenes de desesperación y un tiempo que parecía eterno, los pilotos Arturo Merzario, Guy Edwards y Harald Ertl lograron desabrochar su cinturón y sacar su cuerpo de ese infierno. Parecía que no había esperanza.
Lauda fue trasladado al hospital donde permaneció en coma por cuatro días, incluso recibió la extremaunción. Huesos rotos, quemaduras en su rostro y en su mano, daños en los pulmones: esa era la condición del piloto y, en caso de que se recuperara, parecía imposible que tuviera siquiera una vida normal. Pero no había rival lo suficientemente grande para el austriaco.
Niki vio a la muerte a los ojos y la venció, pero eso no era suficiente: él quería su título mundial
Como si se tratara de una parada en pits, buscando ser el mejor y el más rápido, Lauda abandonó el hospital y solo 42 días después se reencontró con su verdadero amor: la velocidad.
El Gran Premio de Monza, un circuito tan legendario como el piloto, fue el lugar perfecto para su reaparición. Con dificultades para colocarse el casco, sin cejas que detuvieran el sudor que caía sobre su frente y con una venda intentando proteger sus heridas, Lauda subió a su Ferrari; terminó la carrera en cuarto sitio y sus vendajes cubiertos en sangre, una gorra roja evitaría que el público lo notara y, eventualmente, ese accesorio se convertiría en su sello personal y el método perfecto para cubrir parte de sus heridas y evitar la mirada de la gente.
Después de esa carrera, la lucha por el campeonato seguía viva, aunque el de Ferrari tenía enfrente a un gran rival: el británico James Hunt. Entre estos dos formarían unas de las rivalidades más recordadas en la historia de la Fórmula Uno.
Lauda era meticuloso y preciso. Planeaba cada detalle a la perfección. Trabajaba con sus mecánicos por horas. Enfrente, estaba James Hunt, un verdadero romántico del automovilismo, igual de apasionado que el austriaco, aunque menos obsesivo. Le gustaba el glamour que venía con el trabajo, las fiestas y las mujeres, pero todo eso lo dejaba atrás al momento de subir a su McLaren.
Se necesitaban el uno al otro: eran el complemento perfecto. Se llevaban hasta el extremo con tal de vencer al otro, pero esa rivalidad era, según contó el propio Niki en alguna entrevista, únicamente en la pista; fuera de ella, llegaron a ser buenos amigos.
Aunque se conocían desde las categorías inferiores, cuando competían en Fórmula 3 por un lugar en el “Gran Circo”, fue justamente en el campeonato de 1976 cuando su duelo llegó a su punto máximo.
Antes de su accidente, Lauda era el líder indiscutible de la categoría y parecía que refrendaría el título que consiguió un año antes, pero, mientras estuvo en el hospital, Hunt aprovechó para recortar la distancia.
Esa temporada fue fantástica con ambos pisándose los talones. El británico estaba solo tres puntos por debajo de Niki y todo se definiría en la última carrera del calendario: el Gran Premio de Japón.
Como una mala broma del destino, el circuito de Fuji estaba bajo una lluvia torrencial el día de la carrera; similar a lo que se vivió previo a la carrera de Alemania, antes del accidente de Niki.
El cielo no daba tregua. El Gran Premio se disputaría bajo la lluvia. Inició la carrera y los recuerdos inundaban la mente de Lauda; por primera vez desde su accidente, tuvo miedo. Su carácter calculador le dijo lo que tenía que hacer: entró a pits, bajó de su “Cavallino Rampante” y abandonó la carrera. Después de todo lo que había vivido, el título era para Hunt.
Niki no se rendiría y volvería a coronarse un año después con Ferrari y por tercera y última ocasión con McLaren en 1984 para después retirarse de las pistas. Su ética laboral le sirvió para forjar sus propios negocios y hacer una fortuna, pero esto no logró mantenerlo lejos del paddock.
Lauda trabajó como asesor de Ferrari en donde influyó para que el equipo contratara a Schumacher. Fue director de la extinta escudería “Jaguar”, donde quiso firmar a Alonso, pero el español lo rechazó. En el 2012 llegó a la escudería Mercedes en donde, junto a Toto Wolf forjó un equipo de época que, hasta el momento, parece invencible.
Me gustaría decir que lo conocí, pero no fue así. Si acaso, tuve la enorme fortuna de cruzar miradas con él mientras recorría el Paddock del Gran Premio de México. Su gorra roja, que rara vez se quitaba. Su mirada fija que te hacía olvidarte de las cicatrices en su rostro y oreja. Su confianza y seguridad sin duda son detalles que todos los aficionados de la Fórmula Uno extrañarán por siempre. Hoy, este deporte es un poco más triste. Ha perdido a su guía.
Andreas Nikolaus Lauda fue un guerrero, un temerario, inspiración de millones. Fue un revolucionario y, sobre todo, fue lo que siempre quiso: un piloto.
El 20 de mayo cayó la bandera a cuadros en su vida, pero su leyenda seguirá por siempre. Descansa en paz, Niki. Lo mereces.