Una mirada profunda a “Mujercitas”
John Matteson, biógrafo de Louisa May Alcott y ganador del premio Pulitzer, abre las puertas del mundo del clásico juvenil estadounidense y su autora con la edición ilustrada lanzada por Akal
«Hacia la mitad de la primera parte, en el capítulo titulado «Castillos en el aire», cada una de ellas describe el futuro con el que sueña: Meg, la materialista, ambiciona «una casa preciosa, llena de toda clase de cosas lujosas: comida suculenta, ropa bonita, bellos muebles, gente agradable y dinero en abundancia». Jo, el ratón de biblioteca, aspira a tener «un establo lleno de corceles árabes y habitaciones con montones de libros», así como un tintero mágico que confiera fama literaria a sus escritos. Beth pide, de manera modesta, únicamente «vivir segura en casa junto con padre y madre» y «que todos sigamos bien, y estemos juntos». Amy, la esteta en ciernes, quiere «viajar a Roma, hacer cuadros preciosos y ser la mejor pintora del mundo entero». Al término de la novela, ninguno de sus deseos se ha hecho realidad. Incluso la plegaria conmovedoramente humilde de Beth porque todos vivan juntos y con salud se ve negada de manera cruel.»
Extraído de la introducción de John Matteson
Capítulo XIII
Castillos en el aire
Laurie estaba tumbado a cuerpo de rey en su hamaca una cálida tarde de septiembre, meciéndose de un lado a otro y preguntándose qué estarían haciendo sus vecinas, pero demasiado perezoso como para acercarse a averiguarlo. Se encontraba de mal humor, pues el día había sido poco provechoso e insatisfactorio, y pensaba en lo mucho que le gustaría poder dar marcha atrás al reloj para enmendarlo. El calor lo había puesto de un ánimo indolente, y el joven había eludido sus estudios, agotado por completo la paciencia del Sr. Brooke, contrariado a su abuelo tocando el piano durante media tarde y asustado terriblemente a las criadas al insinuarles de manera traviesa que uno de sus perros estaba volviéndose loco; y, tras discutir de manera airada con el mozo de cuadra a causa de ciertas imaginaciones suyas de que el hombre tenía desatendido su caballo, se había tirado en su hamaca para refunfuñar por la estupidez del mundo en general, hasta que la paz de aquel hermoso día lo serenó a su pesar. Con sus ojos clavados en la verdosa penumbra de los castaños de indias que tenía encima de él, Laurie soñó toda clase de cosas, y justo cuando estaba imaginándose cabalgando las olas del océano, en un viaje alrededor del mundo, el ruido de unas voces lo devolvió de repente a tierra firme. Mirando por entre las mallas de la hamaca, vio a las hermanas March saliendo de casa como si se dirigieran a alguna parte.
«¿Qué demontres se proponen ahora esas chicas?», pensó Laurie, al tiempo que abría sus ojos soñolientos para observarlas bien, dado que había algo bastante peculiar en el aspecto de sus vecinas. Cada una de ellas llevaba un amplio sombrero que aleteaba con sus pasos, una bolsa marrón de lino colgada de un hombro y un bastón largo; además, Meg cargaba con un cojín, Jo con un libro, Beth con un cucharón y Amy con un portafolios. Todas cruzaron en silencio el jardín, salieron por la pequeña puerta trasera de este y comenzaron a subir la colina que se alzaba entre la casa y el río1.
«Vaya, ¡muy bonito, eso de celebrar un pícnic sin invitarme! ‒se dijo Laurie‒. No pueden ir en la barca, puesto que no tienen la llave. A lo mejor se la han olvidado; se la llevaré, y así me enteraré de lo que pasa.»
Aunque tenía media docena de sombreros, tardó un buen rato en encontrar uno, y después se puso a buscar la llave, que apareció finalmente en su bolsillo; de modo que, para cuando saltó la valla y corrió tras ellas, las chicas ya se habían perdido por completo de vista. Tras tomar el camino más corto al cobertizo de las barcas, esperó a que apareciesen; pero allí no se presentó nadie, y Laurie ascendió la colina para inspeccionar. Un bosquecillo de pinos cubría una parte de ella, y desde el corazón de este verde enclave llegaba un sonido más claro que el suave susurro de los pinos o el amodorrante chirrido de los grillos.
«¡Esto sí que es un paisaje!», pensó Laurie, mirando con recato a través de los arbustos con aspecto de estar ya totalmente despierto y de buen humor.
MUJER
Edición especial. “Mujercitas”, bajo la editorial Akal, ya se encuentra disponible en librerías. ESPECIAL
En efecto, se trataba de una escena bastante hermosa, ya que las hermanas se encontraban sentadas en aquel umbroso rincón mientras sobre ellas bailaban destellos de sol y sombra ‒con un viento fragante que levantaba sus cabellos y refrescaba sus acaloradas mejillas‒ y todos los pequeños moradores del bosque seguían con sus asuntos como si aquellas jóvenes no fueran extrañas, sino amigas de toda la vida. Meg estaba sentada encima de su cojín, cosiendo delicadamente con sus blancas manos, y tan fresca y linda como una rosa, con su vestido de dicho color, entre la verde hierba. Beth estaba haciendo una selección de piñas entre las muchas que se amontonaban bajo los falsos abetos cercanos, pues confeccionaba cosas preciosas con ellas. Amy estaba bosquejando un grupo de helechos, y Jo haciendo punto al tiempo que leía en voz alta. Mientras las observaba, el rostro del muchacho se ensombreció por un instante, al sentir que, como no lo habían invitado, no debía estar allí; pero se resistía a marcharse, ya que su casa le resultaba un lugar muy solitario, y aquella tranquila reunión en el bosque, sumamente atractiva para su espíritu inquieto. Se quedó tan estático que una ardilla, atareada en su recolección, se acercó correteando hasta una piña que estaba junto a él, reparó de pronto en su presencia y regresó brincando por donde había venido mientras le chillaba de un modo tan frenético que Beth levantó la vista, vislumbró el rostro cariacontecido del muchacho detrás de los abedules y lo llamó con un gesto y una sonrisa tranquilizadora.
—¿Puedo acompañaros, por favor? ¿O seré una molestia? ‒preguntó, acercándose lentamente.
Meg levantó las cejas, pero Jo clavó en su hermana una mirada desafiante y dijo, de inmediato:
—Naturalmente que puedes. Deberíamos haberte invitado antes, pero pensamos que no te apetecería unirte a un juego de chicas como este.
—Siempre me gustan vuestros juegos; pero si Meg no quiere que me quede, me iré.
—No tengo ninguna objeción, si te ocupas con algo; va contra las normas estar ocioso aquí ‒contestó Meg, de manera seria pero gentil.
—Te lo agradezco mucho; haré lo que sea si dejáis que me quede un rato, ya que allá abajo todo es tan aburrido como el desierto del Sáhara. ¿Queréis que cosa, lea, recoja piñas, dibuje o todo a la vez? Que salgan los osos2, estoy listo. ‒Y Laurie se sentó con una expresión de niño obediente deliciosa de contemplar.
—Termina esta lectura mientras me pongo bien el talón de la media ‒dijo Jo, pasándole el libro.
—Sí, señora ‒fue la dócil respuesta del joven mientras se ponía a ello, esforzándose al máximo en demostrar su gratitud por el favor de haber sido admitido en la «Sociedad de las Hormiguitas Industriosas».
La historia no era larga y, al acabarla, el joven aventuró unas cuantas preguntas como premio a sus méritos.
—Por favor, señora, ¿puedo preguntar si esta institución tremendamente instructiva y encantadora es nueva?
—¿Se lo decimos? ‒preguntó Meg a sus hermanas.
—Se reirá ‒advirtió Amy.
—¿A quién le importa? ‒opinó Jo.
—Yo creo que le gustará ‒añadió Beth.
—¡Claro que me gustará! Os doy mi palabra de que no me reiré. Venga, Jo, cuenta sin miedo.
—¡Miedo de ti, menuda ocurrencia! Bien, como sabes, solíamos jugar a El progreso del peregrino, y hemos seguido haciéndolo, pero en serio, a lo largo de todo el invierno y el verano.
—Sí, lo sé ‒dijo Laurie, manifestando su conocimiento del hecho con una inclinación de cabeza.
—¿Quién te lo ha contado? ‒quiso saber Jo.
—Unos espíritus.
—No, fui yo; quise entretenerlo una noche en que habíais salido todas y él estaba bastante triste. Le gustó, así que no me regañes, Jo ‒dijo Beth, en actitud encogida.
—Eres incapaz de guardar un secreto. Pero no importa; así nos ahorramos el trabajo ahora.
—Sigue contando, por favor ‒pidió Laurie cuando Jo se centró de nuevo en su labor, aparentemente un poco disgustada.
SINOPSIS
El afamado estudioso de la vida y obra de la autora de “Mujercitas”, John Matteson aporta en este libro sus conocimientos sobre la novela, la familia March nacida en sus páginas y la familia Alcott que inspiró tanto la una como la otra. Por medio de las numerosas fotografías tomadas en la casa de los Alcott expresamente para esta edición ‒del vestido de boda de Anna, la hermana mayor; del vestuario para las representaciones teatrales de la familia; de los dibujos de May, la hermana menor; del libro de recetas de la Sra. Alcott, etc.‒ los lectores descubrirán los asombrosos vínculos que existen entre la realidad y la ficción.
“Mujercitas” narra la historia de Amy, Jo, Beth y Meg, cuatro hermanas que atraviesan Massachussets con su madre durante la Guerra Civil, unas vacaciones que realizan sin su padre evangelista itinerante. Durante estas vacaciones las adolescentes descubren el amor y la importancia de los lazos familiares.
JM