Semillas y esperanza
En Noruega se levanta la "bóveda del fin del mundo", un espacio destinado a preservar la variedad de semillas y la vida y sabiduría que guardan dentro
La humanidad ha hecho verdura todo tipo de organismos, desde cianobacterias como la espirulina y hongos como el huitlacoche, hasta algas como el nori y helechos como el warabi, pero prácticamente todas las plantas que nos alimentan, aquellas que llamamos hortalizas, frutas, tubérculos, nueces, cereales, aceites, legumbres y condimentos, pertenecen a una misma división botánica y lo que une a vegetales tan distintos como el pino piñonero con la hierba del cilantro, es el hecho de que la vida de todas ellas comienza en una de las más fascinantes invenciones del reino de la fotosíntesis: la semilla.
A mediados del Devónico, mucho antes de que los primates hicieran sociedades, los reptiles reinaran Pangea o inclusive de que los insectos imaginaran tener alas, las plantas encontraron en la semilla una estrategia reproductiva que les daría la oportunidad de diversificarse en los ambientes más desafiantes a pesar de las condiciones más desafortunadas y cuyo éxito se convertiría en la base de todos los paisajes del planeta, incluyendo nuestros campos y ciudades. De cierta forma, la semilla es una estrategia optimista, la planta confía en que, a pesar de los tantos desafíos de la vida, habrá un futuro donde germinar.
Toda semilla es esperanza convertida en información, materia y energía, nutrida cuidadosamente por una planta madre para enfrentarse a las inclemencias de su propio tiempo. Las semillas del desierto soportan la sequía hasta llegar las lluvias, mientras que las del loto nacen en el fondo de los estanques, las semillas en la selva germinan rápido para que la acidez del suelo no las destruya mientras que otras, como la zarzamora, requieren la acidez del estómago de las aves que se las comen; las microscópicas semillas de las orquídeas viajan con el viento a nuevas montañas, mientras que las enormes semillas del coco navegan protegidas del océano hacia nuevas costas. A su manera, las plantas expresan en sus semillas una sabiduría vegetal que aprovecha la transformación del ambiente para asegurar la vida de las siguientes generaciones.
Gracias a que aprendimos cómo funcionan las semillas germinó la agricultura y florecieron las ciudades. Obtuvimos de las semillas de linaza, uno de nuestros primeros cultivos, los aceites esenciales para el desarrollo cerebral; la semilla del chocolate fue nuestra primera moneda y aprendimos del huizapol (las semillas que se pegan en la ropa) cómo crear el velcro que ahora usamos en trajes espaciales. Nuestras culturas dependen de las semillas, desde el césped de una cancha de fútbol hasta las palomitas en el cine y actualmente, más de la mitad de la alimentación humana, depende de tres increíbles semillas: el arroz, el maíz y el trigo. Por esta razón iniciamos la “bóveda del fin del mundo”, la versión dosmilera del arca de Noé donde atesoramos semillas bajo una isla en Noruega. Esto hace de la semilla un símbolo del alimento y la nutrición, pero también de la biodiversidad e inclusive de la naturaleza misma, un símbolo de que la vida es compatible con el futuro, un símbolo de la esperanza.