Evangelio de hoy: “Vete; tu fe te ha salvado”
Pidamos todo a Aquel que puede darnos todo, como hizo el ciego Bartimeo
LA PALABRA DE DIOS
PRIMERA LECTURA
Jer 31, 7-9
«Esto dice el Señor:
“Griten de alegría por Jacob,
regocíjense por el mejor de los pueblos;
proclamen, alaben y digan:
‘El Señor ha salvado a su pueblo,
al grupo de los sobrevivientes de Israel’.
He aquí que yo los hago volver del país del norte
y los congrego desde los confines de la tierra.
Entre ellos vienen el ciego y el cojo,
la mujer encinta y la que acaba de dar a luz.
Retorna una gran multitud;
vienen llorando, pero yo los consolaré y los guiaré;
los llevaré a torrentes de agua
por un camino llano en el que no tropezarán.
Porque yo soy para Israel un padre
y Efraín es mi primogénito”».
SEGUNDA LECTURA
Heb 5, 1-6
«Hermanos: Todo sumo sacerdote es un hombre escogido entre los hombres y está constituido para intervenir en favor de ellos ante Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Él puede comprender a los ignorantes y extraviados, ya que él mismo está envuelto en debilidades. Por eso, así como debe ofrecer sacrificios por los pecados del pueblo, debe ofrecerlos también por los suyos propios.
Nadie puede apropiarse ese honor, sino sólo aquel que es llamado por Dios, como lo fue Aarón. De igual manera, Cristo no se confirió a sí mismo la dignidad de sumo sacerdote; se la otorgó quien le había dicho: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy. O como dice otro pasaje de la Escritura: Tú eres sacerdote eterno, como Melquisedec».
EVANGELIO
Mc 10, 46-52
«En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó en compañía de sus discípulos y de mucha gente, un ciego, llamado Bartimeo, se hallaba sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que el que pasaba era Jesús Nazareno, comenzó a gritar: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!” Muchos lo reprendían para que se callara, pero él seguía gritando todavía más fuerte: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”.
Jesús se detuvo entonces y dijo: “Llámenlo”. Y llamaron al ciego, diciéndole: “¡Ánimo! Levántate, porque él te llama”. El ciego tiró su manto; de un salto se puso en pie y se acercó a Jesús. Entonces le dijo Jesús: “¿Qué quieres que haga por ti?” El ciego le contestó: “Maestro, que pueda ver”. Jesús le dijo: “Vete; tu fe te ha salvado”. Al momento recobró la vista y comenzó a seguirlo por el camino».
La salvación
En nuestra experiencia cristiana, la conciencia de estar en proceso de lograr una plenitud, de alcanzar una realización plena, de obtener la salvación tiene que ser muy dinámica, y abarca toda nuestra realidad. Dios, al darnos la vida, nos capacita y nos da una serie de posibilidades que, si las actualizamos, llegaremos a tener una vida realizada, plena. Dios, al regalarnos su espíritu, quiere que seamos testigos de esa fuerza de plenitud no solamente con nosotros mismos, sino en comunidad, en la sociedad y con la naturaleza. Como dice la Carta a Timoteo: “Dios quiere que todos los humanos se salven” (1Tim, 12-14). ¿Pero de qué nos va a salvar? De frustrar el plan de ser hijos e hijas de Dios.
Cuando el humano se centra sólo en sí mismo, se cierra a la experiencia del amor infinito de Dios y acorta su horizonte de realización. Esta es la experiencia del pecado: el no amar. El pecado nos daña, nos destruye y nos hace ir en contra del plan de salvación. La salvación es la realización plena de todo lo humano, es precisamente la actualización de todas las dimensiones de la persona, sobre todo de la más importante que es la capacidad de amar.
Solo el amor es digno de fe. Este amor nos va capacitando, despierta todas nuestras capacidades, nos introduce en la experiencia de la trascendencia, de optar por la fe en Dios, de amar, de ser libre, de ser racionales, de cuidar nuestro cuerpo y cuidar el cuerpo social, de participar y luchar por la paz y justicia para todos, de cuidar la casa común.
En conclusión, Dios nos salva en la totalidad de lo que somos y vamos siendo en comunidad, y con la creación entera. Por lo tanto, la salvación no es en el más allá, sino en el más acá y con toda nuestra realidad. En la segunda Carta a los Corintios, san Pablo nos dice: “llevamos siempre y por todas partes la muerte de Jesús en nuestro cuerpo, para que en ese mismo cuerpo se manifieste también la vida de Jesús” (2 Corintios (4, 10-11).
José Martín del Campo, SJ - ITESO