Silencio… que no se oye nada
Muchas historias se pueden contar de la maravillosa vida que hay en el desierto, pero la más triste es la del hombre
GUADALAJARA, JALISCO (02/ABR/2017).- En la Zona del Silencio, el silencio se oye a raudales. Una ruidosa nada se escucha entre el bullicio de los mitos tejidos en su derredor. La mayoría de las leyendas son más cautivadoras que la verdad insípida, fría y sin los brillos chispeantes de la imaginación.
En el cielo no hay nada. Un azul intenso y abrumador hace sentir pequeña la distancia entre nosotros y el infinito. No hay una nube que ponga escala a ese gran capelo inexistente. Un Sol casi blanco y aplastante golpea el espacio haciéndole perder proporciones y medida. “El cielo, de lejos es cielo… de cerca ya no es nada”, decía con doble sentido un filósofo.
En el piso plano y desolado solo hay tierra, arena y piedras. Entre las piedras, los mogotes de hierba espinosa aferrada a los duros terrones, logran pingües gotas de rocío. A lo lejos, enormes rocas desnudas forman las extrañas montañas que acrecientan la sensación de soledad. Los espejos de agua en el horizonte desaparecen con tan solo caminar hacia ellos.
Nada. No hay nada. Solamente un gran silencio que el oído y la mente lo convierten en un atronador zumbido. El calor agobiante que el ojo materializa en agua, aparece en el horizonte. La mente torna la nada en fantasías extrañas. Los fantasmas inventan leyendas. Las leyendas enmudecen a los radios. Las fantasías hacen girar locas a las brújulas, aterrizar ovnis y aparecer extraterrestres. No; desgraciadamente nada de esto es cierto, aunque el paisaje si es definitivamente extraño. El cielo es claro, limpio y sin nube alguna. Es sol es abrasador. Las noches son hermosas y cuajadas de estrellas. Los aerolitos son pasmosamente visibles por lo diáfano de la atmósfera y la ausencia de luces. Los satélites se ven clarísimos siguiendo sus extrañas órbitas, y la tierra… la tierra está increíblemente llena de vida.
Una liebre enorme camina a saltos hurgando los matorrales. Una tuza se lanza nerviosa a resolver algún pendiente con el vecino, o quizás a reclamarle a una cascabel haberse apropiado de su agujero. Un pequeño tecolote espera en el hueco de un cactus a que llegue la tarde para salir de cacería. La biznaga abre su delicada y fragilísima flor con la esperanza de que un abejorro lleve por el viento sus mieles de amor. Una pareja de coyotes pasa trotando tranquilamente, mientras un halcón se desploma sobre una pequeña víbora que devorará sobre algún enorme sahuaro.
Muchas historias se pueden contar de la maravillosa vida que hay en el desierto, pero la más triste es la del hombre, que atraído por las leyendas de la Zona del Silencio invade los delicados hábitats de plantas y animales, destrozándolos con autos y motocicletas, dejando basura que ahí permanecerá por cientos de años.
Afortunadamente para el desierto (y desgraciadamente para los amantes de la naturaleza) las autoridades han cerrado el acceso, pudiéndose llegar solamente a “La Flor”: un pequeño caserío donde un par de familias se encargan de atender a los científicos de la Comisión Nacional de Áreas Naturales Protegidas que andan haciendo estudios en la zona.
En el lugar existe un pequeñísimo museo atendido por una dulce y bien documentada muchachita que se llama... se llama de cualquier manera, pero a ella le gusta que le digan Flor.
Una puerta y un candado en la brechita de acceso al desierto y las explicaciones de Flor, son suficientes para desalentar a cualquier paseante que no sea debidamente acreditado. Un difícil permiso -que por fortuna y de antemano habíamos conseguido- fue nuestro pasaporte a esa misteriosa zona que literalmente nos dejo sin habla.
La Zona del Silencio está un poco más al norte de Torreón, y no muy lejos de Ceballos en Durango. Es parte de la Biosfera del Bolsón de Mapimí, y está incluida por la UNESCO como patrimonio de la humanidad.
NB: Las palabras iniciales son de Juan Rulfo
pedrofernandezsomellera@prodigy.net.mx