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¿Sangre? ¡Sangre!

El noble acto de la donación tiene varias barreras que superar cuando, por ejemplo, se vive en un puerto

GUADALAJARA, JALISCO (09/FEB/2014).- Corrían los primeros meses del primer año de este nuevo siglo. Yo me había ido a vivir a Puerto Vallarta hacía más de un año y de repente recibí una llamada de mi madre: a mi padre lo habían internado de emergencia, todo parecía indicar que se trataba de la vesícula. Lo iban a operar de emergencia, así que dejé la costa y retorné por unos días a Guadalajara.

Llegué directamente al hospital de Zoquipan, una vecina y amiga de mis padres los había ayudado muy amablemente a que lo atendieran ahí. Todo estaba bien, sólo que uno de los requisitos que le pedían a mi padre (y era, además, requisito para todo aquel al que operaran) era que llevara dos donadores de sangre.

Mi madre me esperaba para darme la noticia, como si tuviera que decirme que me iban a sacar el alma. La verdad es que ella conocía de mi fobia por las agujas. La sacada de sangre qué… el piquete siempre ha sido mi coco.

Y es que, no es que pretenda justificarme, pero, a ver: ¿no es acaso antinatural un pinchazo en la (como dicen los del Semefo) economía corporal? Es una agresión, no me digan que no. Desde niño, claro que prefería que me dieran pastillas a que me inyectaran. Mi padre siempre me decía, frente al doctor Castelao, que era preferible que me inyectaran, porque así el efecto era inmediato y que en cambio si me tomaba las pastillas, de aquí a que me hicieran…

¡Al diablo! ¿A mí qué me importaba que el efecto tardase? El caso era evitar el pinchazo. Sé que hay algunos que disfrazan su masoquismo y se cubren de supuestos héroes. A mí, la verdad, siempre me dolió mucho que me pincharan con una aguja (y me sigue doliendo) y tenía terribles pesadillas en las que iba por las calles corriendo por rumbos desconocidos en busca de alguien que me ayudara porque por el hoyito que me había dejado la aguja asesina se me salía el relleno cremosito.

El caso es que la vida es cruel, porque siempre me toca a mí donar sangre. Que porque mi hermano tuvo hepatitis y no puede, que porque fulano está desnutrido, que a zutano su religión se lo prohíbe.  La historia de mi vida está llena de casos de donaciones de sangre: al amigo, a la amiga, a todas las que fueron mis novias, para sus tíos, padrinos de bautizo y a quien se le ofreciera. Ahora era la primera vez que me tocaba hacerlo por mi padre.

La segunda maldición del tema era doble: había que estar ahí a las siete de la mañana y en ayunas. Por supuesto, con todas las recomendaciones del caso: no estar tomando ningún tipo de medicina (ni homeópata ni naturista) ni haber ingerido alcohol al menos 48 horas antes.

Sé que ahora ya no es tan exagerado el proceso, pero en aquellos años el tema era el SIDA y había un pánico justificado por una enfermedad de la que aún se desconocían muchas cosas. Incluso muchos mitos que entonces predominaron, hoy no son más que eso: mitos.

Recuerdo la sala, lúgubre de por sí, pero con el aderezo de que era esa época del año en la que a las siete de la mañana aún estaba muy oscuro. Letreros por todos lados, con advertencias de lo mortal que podía ser contraer el SIDA. Y una enfermera que me preguntó el nombre de mi paciente y el número de la cama en la que se encontraba. Tomó mis datos y me dijo que me llamarían. Ahí sentado intentaba darme ánimos sobre el piquete que vendría: en este caso más extremo, pues se trata de una aguja que no sólo entra y sale, sino que se queda ahí, ordeñándote e hiriéndote durante un largo rato.

Me llamaron y entré en un consultorio donde un joven enfermero comenzó a hacerme una serie de preguntas que parecían ser de rutina. Hasta que llegamos a la parte del lugar donde vivía. Cuando dije Puerto Vallarta, el enfermero volteó a verme con un desconsuelo que en aquel momento no entendí. Respiró profundo y me explicó que al vivir en un puerto me encontraba en un grupo de riesgo y que debía pasarme con otra trabajadora social. Me pidió esperar. Para entonces yo ya veía cómo, quienes habían llegado al mismo tiempo que yo, entraban ya a que les sacaran su sangre. A mí, en cambio, me hicieron esperar 20 minutos, mientras llegaba una trabajadora social que me pasó a otro consultorio más pequeño en el que, mediante un largo preámbulo, me explicó que por protocolo tenían que aplicarme un cuestionario, pero que era confidencial, que no me preocupara.

Cuando dijo eso, comencé a preocuparme. Con nerviosismo y mucho tacto comenzó a hacerme preguntas como, ¿cuántas parejas estables ha tenido en el último año? o ¿ha practicado el sexo anal? La trabajadora social se puso muy mal cuando se enteró que mi pareja de entonces tenía tatuajes. Y siguió haciendo preguntas muy íntimas, pero eso sí, con mucho tacto. Creo que sólo faltó la de, ¿ha practicado usted sexo con marinos en los últimos meses?

Luego de una larga batería de preguntas, la mujer aquella, muy apenada, me ofreció disculpas varias veces. Recuerdo que se ponía roja roja a cada pregunta que me hacía. Salí de ahí sin poder donar sangre, porque el protocolo de entonces así lo indicaba.

Después aprendí a no decir que vivía en un puerto. Luego aprendí cómo ya no vivir en el puerto. Hoy sigo, cual surtidor de jardinera, donando sangre. Por si ocupan.

david.izazaga@gmail.com

Twitter: @dizazaga
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