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¿Quién dicen ustedes que es Cristo?

Jesús siempre ha manifestado que ha venido a cumplir la voluntad de su Padre

     La escena no es ni en Judea, ni en Galilea, ni en Samaria. El Maestro ha llevado a sus discípulos a otras tierras, ahora a Cesarea de Filipo, al norte de Galilea, en un lugar tranquilo, sin multitudes ávidas de escuchar las divinas enseñanzas, sin enfermos a quienes confortar y sanar.

     Apartados, en un ambiente de quietud entre sauces, terebintos, almendros y adelfos, el Señor, sentado y rodeado sólo de los doce, ha querido entrar al corazón de ellos para tratar algo muy importante relacionado con el Reino.

Empieza con una pregunta preparatoria: “¿Quién dice la gente que es el Hijo del Hombre?”

     Jesús hizo la pregunta, no por ignorancia, ni porque ellos juntos sabían todo cuanto de Él se decía, ni por curiosidad siquiera. Sencillamente lo hizo para entrar en el tema sobre su persona. “Unos dicen que eres Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o alguno de los profetas”.

     La opinión general era que ese galileo hablaba en nombre de Dios. Su mensaje no se asemejaba al estilo de los agitadores o políticos. Al escucharlo, la gente se elevaba de los temas cotidianos, a las alturas de los intereses no materiales, sino espirituales.

     Un gran profeta caminaba de pueblo en pueblo haciendo el bien, pero de pronto surge de sus labios la pregunta directa a los doce apóstoles reunidos allí en torno a él, esos valientes capaces de dejarlo todo --la barca, las redes, el lago, sus familias, su ambiente-- por seguirlo incondicionalmente durante tres años.

“Para ustedes, ¿quién soy yo?”

     Era el momento de definirse. Bien hubiera podido acontecer que más de alguno allí se envolviera en su manto y tomara el camino de su aldea. La vocación siempre es llamamiento y se responderá libremente, pues libre es el hombre, dotado por Dios de ese tremendo privilegio: la libertad.

     Toda la creación se rige por leyes invariables; todo el orbe obedece a su creador, y sólo el hombre es el único capaz de decir sí o no, porque fue creado para que libremente busque a Dios y libremente le ame --el amor es un acto libre-- y le sirva, y así se haga merecedor del mayor premio: la gloria eterna.

     Fueron doce los primeros llamados y once le fueron fieles hasta el final. El Señor los llevó a un lugar apartado para darles antes que a nadie la gran revelación, el regalo de su manifestación; ya era tiempo, pues dentro de seis meses sería levantado en alto en la cruz.

     Entonces Pedro respondió, haciendo la mayor confesión de toda la cristiandad. La mayor confesión desde ese día y todos los días, los años, los siglos hasta hoy, y será mañana y siempre:

“Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”

     Ante el asombro de los otros once, se hizo el silencio unos instantes y llegó la respuesta del Maestro: “Bienaventurado tú, Simón, hijo de Juan, porque esto no te lo ha revelado ningún hombre, sino mi Padre que está en los cielos”.

     Aquí revela Jesús otro misterio: Él es el Hijo del Padre; “Te lo ha revelado mi Padre”. Esta suprema declaración salió del Padre, que sigue estando en el Padre, que es igual al Padre, que todo le ha sido entregado por el Padre y que nadie conoce al Padre como Él. (Juan 5, 19-23), (Mateo 11, 27).

      Jesús siempre ha manifestado que ha venido a cumplir la voluntad de su  Padre, y ahora revela que fue el Padre quien inspiró esa respuesta a Simón, y por lo mismo Pedro ha sido elegido para cabeza del Reino.

     Así le dice luego: “Y yo te digo a ti, que tú eres Pedro (Kefas, piedra), y sobre esta Piedra edificaré mi Iglesia”.

     En esta forma, sobre un hombre y en manos de los hombres quedó el Reino de la Iglesia, con un signo de unidad. No fundó allí doce iglesias: una sola y jerárquica con una sola cabeza, y depositaria del poder con el signo de las llaves: “A ti te daré las llaves, para abrir y para cerrar”. Los compañeros reconocieron, aceptaron. Se iría el Maestro, pero en su lugar --y ese se le llama vicario-- quedaría Pedro. Así, desde ese momento hasta Benedicto XVI, una sola mano para señalar el camino, para bendecir. La cabeza invisible de Cristo tiene un solo cuerpo, un solo pastor, un solo rebaño. Mas las ovejas han de conocer a su Pastor.Y ahora, de nuevo una pregunta:

¿Quién es Cristo para el hombre del siglo XXI?


     Si en este siglo volviera Juan el Bautista, gritaría con su misma intención de preparar el camino: “¡En medio de ustedes está uno a quien ustedes no conocen!” (Juan 1, 20).

     Cristo es el gran desconocido. A lo largo de la historia han sido escritas muchas respuestas vagas y falsas. A veces con violencia y hasta con odio, con amargura o con amor, con camino extraviado; a veces, las más, con ignorancia, han dejado imágenes falsas, hasta meras caricaturas. Han dicho de Él todos los errores posibles. Han dicho que fue un gran filósofo; un predicador de muy alta moralidad; un revolucionario que arrastró multitudes; un filántropo siempre dispuesto a ver y hacer por los demás; un impostor, un alucinado.

     La verdad está en el testimonio de su breve paso por el tiempo, quedó en las letras de cuatro evangelistas; es decir, de cuatro hombres, dos de ellos discípulos cercanos --Mateo y Juan-- y otros menos cercanos, pero bien informados: Marcos, discípulo de Pedro, y Lucas, médico griego convertido a la fe y empeñado en investigar, muy cuidadosamente, sobre la vida y las enseñanzas del Señor.            

       El cristianismo es el único que tiene la verdad como bandera en alto, y así siempre ha creído y gritado con la boca y hasta con la vida.

Cristo es Dios y hombre


     No sólo Dios, ni sólo hombre, ni tampoco un ser intermedio, sino Dios y hombre a la vez.

     Ningún cristiano se atreverá a despojar a Cristo de su naturaleza humana, y tampoco de su naturaleza divina, tan distintas como inseparables en una sola persona.

     Así aparece Jesús de Nazaret, hombre que llora ante el sepulcro de su amigo Lázaro, y Dios con poder para volverlo a la vida al imperio de su voz; hombre cansado, dormido en una barca, y Dios para hacer, con el signo de su mano, que se aquieten las olas antes encrespadas, se suavicen los vientos antes furiosos.

     Mortal al cerrar sus ojos en la cruz; inmortal al salir victorioso, rodada la pesada piedra del sepulcro.

     Nace pobre y es dueño del universo.

     Confiesa que el Padre es mayor que Él (Juan 14, 28), y luego dice que el Padre y Él son una misma cosa (Juan 10, 30).

     Es todo Él Emmanuel, Dios-con-nosotros. No perdió Cristo su ser de Dios al hacerse hombre; amó; se anonadó, se minimizó; se despojó de su majestad para asemejarse en todo a los redimidos con su sangre, en todo menos el pecado; igual a los hombres, al asumir esta naturaleza mortal.

     ¡Gloria a ti, Jesús mío! ¡Dios y hombre verdadero!

José R. Ramírez Mercado
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