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Perfil: Ramón Hernández Salmerón

Con la camiseta bien puesta disfruta su retiro

GUADALAJARA, JALISCO (21/OCT/2012).- Para unos es “Ramoncito”; para otros, “Don Ramón”. Porque eso ha cosechado a lo largo de su vida y de su carrera profesional, de parte de quienes han (mejor dicho: hemos) tenido el privilegio de ser sus amigos, compañeros y camaradas en esta casa de trabajo: afecto y respeto.

Hacia afuera, para el común de los muchos miles lectores que EL INFORMADOR ha tenido en las últimas seis décadas, su nombre quizá no tenga un gran peso específico. Casi todos lo habrán leído muchas veces, seguramente... aun sin saberlo. Suyas fueron muchas, muchísimas de las “cabezas” principales, de primera plana; suyo fue el criterio de selección de los cables informativos; suyo el trabajo de depuración de los cerros de papel --literalmente-- que enviaban las agencias informativas acerca de los hechos que al día siguiente, ya impresos, eran noticia; suyos el aleccionamiento y la supervisión de los “cablistas” que integraban las infanterías de aquel ejército con el que había que ganar, día a día, la correspondiente batalla.

Hacia el interior, puertas adentro, Ramón era, en más de un aspecto, y fue durante más de medio siglo, el alma de la Redacción del periódico al que consagró su vida...

Llegó, muy jovencito —de ahí el afectuoso mote de “Muchacho” que conserva hasta la fecha—, hace más de 60 años, a laborar como aprendiz en los talleres, a labrar su propia carrera y a cumplir como apoyo económico de su madre. Al término de la edición, a media noche, dormía hasta el amanecer bajo la escalera de la entrada principal del edificio... Su afán de superación lo llevó —de la mano de Don Jesús Álvarez del Castillo, director-fundador del diario— de los talleres a la Redacción. Ahí maduró como un señor del periodismo; como el modesto y cuasi-anónimo maestro de varias generaciones de reporteros y articulistas que quizá lo superaron en fama pública, pero que siempre lo reconocieron como su mentor. Ahí prodigó, generosamente, su amistad y su excepcional don de gentes. Responsable al extremo en los menesteres profesionales, era festivo como el que más en los momentos propicios para la expansión. (Alguna vez que la puerta de la Dirección se abrió intempestivamente, cuando en la Redacción se jugaba una “cascarita” con una pelota de papel, Ramón salvó el que pudo haber sido un fusilamiento en masa, con un grito inspirado: “¡De cabeza, Don Jesús...!”). En el receso cotidiano para la cena, “rolaba” entre cablistas y reporteros el “smosgasboard” (una lata de sardina a la que se adicionaban 164 chiles de árbol finamente picados) o los restos de una pequeña olla de pozole de la que había que tomar directamente, todos con la misma cuchara, desde el Jefe de Redacción —Don Nacho Gutiérrez Hermosillo, el célebre “P. Lussa” cronista de las peripecias de Don Tranquilino Choburra, alcalde de Cotorrastlán de las Ingratas, y fauna que lo acompañaba— hasta las infanterías de la tropa (Emilio, Jaramillo, Pasco, Rentería, Lupién, Luévanos, Esteban, Bruno, Don Róber, Píper, Daniel, Cabrera, el maestro Higinio, Albarrán, ¡Peter...!, cien más), so pena de ofender a cajistas, aviseros y linotipistas.

De aquella vetusta Redacción y los correspondientes y ruidosos talleres, el periódico —es decir, el periodismo— evolucionó. Las pantallas sustituyeron a las viejas máquinas Remington y Underwood. Las cuartillas de papel desaparecieron. Las papeleras se volvieron piezas de museo... En el salto de la era de las cavernas a la era espacial, de Don Jesús a Don Jorge (el hijo) y de Don Jorge a Don Carlos (el nieto) como directores, Ramón se adaptó. Ya sin los divateles y los teletipos que escupían cables al por mayor, Ramón buscaba las noticias en las computadoras. Cambió la forma. El fondo seguía siendo el mismo: fiel a su filosofía, fiel a su escuela. Fiel, hasta el final de su carrera —que no, felizmente, de su vida— a su camiseta de siempre: la de EL INFORMADOR.

Dedicado a prodigarse entre el amor a sus hijos y nietos y los cuidados a su salud, Ramón decidió, voluntariamente, retirarse de la Redacción... Lo hizo físicamente. Lo hizo amablemente, sin dejar ningún hueco en ella, porque dejó entre sus camaradas, imborrables, como legado, las lecciones de la que fue su escuela: el respeto irrestricto a los hechos (la noticia), al idioma (la herramienta de trabajo) y a los lectores (el supremo destinatario de los afanes del profesional de este oficio) como valores supremos.
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