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Pavos que te vieron ir

¿Porqué si la cocina mexicana es tan rica y variada, acabamos cenando pavo?

GUADALAJARA, JALISCO (21/DIC/2014).- Cada vez que alguien me anuncia que cenará pavo en Navidad lo miro con la misma conmiseración que le dedicaría si me participara que el médico le acaba de dar un mal diagnóstico. Seamos sinceros: el pavo podrá ser considerado un manjar en Nueva Inglaterra, en donde la comida ha sido malísima desde tiempos de la última glaciación. Pero, francamente, no existe justificación para que en un país donde se cocina tan bien como en México terminemos engullendo guajolotes con gravy o rellenos de ciruelas en vez de ingiriendo algo infinitamente superior, como un lonche de pierna.

Aceptaré que se me acuse de xenófobo culinario: detesto el pavo y mis memorias relacionadas con él corresponden a episodios terribles. Como una Navidad malísima, por allá de 1984, en la que a mi abuela se le ocurrió que comiéramos pavo y se fue al supermercado a comprar uno. Mi abuela era española, berrinchuda y en su vida había cocinado algo así. Le dieron jamón de pechuga y terminamos comiendo rollitos, picando aceitunas y mirándonos sin atrevernos a avisarle. No creo que nadie pensara que aquella fuese una cena memorable.

Una segunda aparición maléfica del bicho sucedió en el DF. Una prima, que era antropóloga, me invitó a una posada con la intención de que probara ciertos manjares chilango a los que los tapatíos raramente nos asomábamos: romeritos y bacalao a la vizcaína. Craso error. Los amigos de mi prima, pese a ser antropólogos y vestirse de manta, habían mandado comprar un pavo del tamaño del calendario azteca y, luego de trincharlo, lo sirvieron en unos platitos de cartón. Pero los tenedores de plástico fueron incapaces de pinchar esa carne prestigiosa (que, hay que decirlo, había quedado con la textura de un neumático recién vulcanizado) y terminamos caminando a una tienda a comprar teleras y comiéndolo en forma de tortas. Al día siguiente se enfermaron hasta las ratas que dieron cuenta de los restos que alguien echó al bote de basura.

Pero la escena suprema de este retablo es, sin duda, la del Año Nuevo en que la entonces novia de un amigo nos invitó a cenar a varios y anunció que cocinaría pavo. Como entre las virtudes de la chica no se encontraba la cocina, al menos que supiéramos, algunos nos mostramos escépticos (comenzando, y este es un dato importante, por sus amigas). No obstante, ni amigo le dio un voto de confianza (después de todo, a él no le salían ni las quesadillas) y nos presentamos la noche indicada con botanita, uvas, cervezas, botellas de vino y serpentinas y gorritos para después de las campanadas.

Todo mundo iba muy elegante para sus estándares (es decir, que en vez de mezclilla y tenis, iban de vestido, ellas, y de saquito, ellos). Ya cerca de las diez, y mientras se consumía la botana y se elogiaba el aroma que venía del horno, fuimos llamados a la mesa.

El pavo, dorado y espectacular, apareció en un recipiente como para contener un becerro adulto. Hubo un aplauso general. Mi amigo besó a su novia y elogió su dedicación para ofrecernos aquella delicia. Le pusieron un cuchillo en la mano y procedió a partirlo. Fracasó. El cuchillo topó con una barrera infranqueable. Eran las tripas del animal, metidas en una bolsita, que habían permanecido congeladas en el interior, acechando. La cocinera pensó que aquello era el “relleno”. El cuchillo reapareció lleno de sangre congelada y escarcha...

Terminamos cenando pizza, en silencio. La chica, al final, se fue con otro. Y el pavo, como un ave de mal agüero, permaneció en el centro de la mesa. Victorioso y fatal.
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