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La violencia no es privilegio mexicano

GUADALAJARA, JALISCO (02/OCT/2010).- Desde hace un buen rato, la violencia en las calles de nuestro país es noticia recurrente, tanto local como internacionalmente. Del norte del país, principalmente, nos llegan historia de terror casi diario. Gente que fue asaltada en la calle, otras que perdieron sus coches. Cuando menos, hubo algún bloqueo en una o más avenidas. Tan grave suena la situación, que hay empresas que han prohibido a sus ejecutivos de viajar a la Sultana del Norte, ante el riesgo que, supuestamente, esto representa. Buscando culpables, tiramos de escopeta, lanzando dardos a la incompetencia de la autoridad, a los bajos sueldos de la policía, a nuestra falta de educación generalizada, a los narcotraficantes y una larga lista más. No sé si sea consuelo, pero puedo decirles que, por lo que viví en la semana pasada en Dallas, Texas, no estamos solos ni en la delincuencia, mucho menos en la eficiencia policiaca.

Invitado por Ford México, arribé a la ciudad de Dallas en la mitad de la mañana de un martes. Tomé mi auto de alquiler y salí a recorrer la ciudad para practicar el deporte favorito de la mayoría de los que viajamos a Estados Unidos: las compras.

Ciudad extraña para mí, Dallas me recibió con arquitectura idéntica a la de cualquier otra ciudad estadounidense, el también normal enredado de autopistas y pasos a desnivel y un muy fuerte calor. Lo primero, muestra que la identidad de los vecinos del norte es, mínimo, cuestionable. Tal vez, mejor dicho, sea tan fuerte que no sabemos en qué ciudad estamos, pero sí en qué país, por el tamaño de todo: los vehículos, los edificios, los vasos con hielo y las porciones en los restaurantes.

La intrincada red de arterias para la circulación vial, sólo tiene una forma de ser sorteada: con la ayuda de un aparato de navegación satelital, el ya muy conocido GPS, por sus siglas en inglés. Con uno en la mano, lo puse en el parabrisas del auto y me dispuse a recorrer la ciudad escuchando el exótico español que con voz de mujer, nos dice, en tono imperativo: “Tuerza a la derecha en la salida 91, en un octavo de milla”. Como es mejor aguantarla que perderse, en un rato nos acostumbramos a sus órdenes y conducimos como Pedro por su casa.

En la primera parada en uno de sus estacionamientos del tamaño de Belice, mi instinto latino me hizo quitar el aparato del parabrisas y guardarlo en lo que algún día se llamó guantera, pero que hoy sirve para guardar todo, menos guantes.

Repetí esa actitud en el segundo establecimiento al que llegué. Es algo realmente latoso cuando estás por hacerlo toda una tarde. Conduces 15 minutos, estacionas. Apagas el aparato. Quitas el alimentador de la fuente de energía. Remueves el chupón que lo adhiere momentáneamente al parabrisas y lo guardas.

Para la tercera estacionada, mi cerebro —que seguro no funcionaba del todo bien debido a la presión del avión o porque realmente nunca funcionó a la perfección, por más trabajo que me cueste admitirlo— me dijo: “No estás en México. Este es el primer mundo. Nadie aquí está buscando hacerse de un aparato que, usado, en Estados Unidos, no debe costar más que 10 dólares”. Relajé y seguí usando el GPS sin miedo, y sin quitarlo del parabrisas.

Al tercer y último día, llego junto con otros tres amigos, al Texas State Fair, que es un inmenso lugar de encuentro para la población local, en el que hay espectáculos de todos los tipos (seguro el favorito es ofrecido por las “Vaqueritas de los Dallas Cowboys” y un festival interminable de comida chatarra esparcidos por todo el lugar.

Algunas horas más tarde, regreso al coche para de ahí dirigir al aeropuerto con dirección a la “violenta” Guadalajara. En este momento, encontré con algo del que muchos nos quejamos aquí: el cristal de la puerta delantera izquierda roto. Por supuesto, el GPS ya había desaparecido.

Una de las encargadas de la “seguridad” del lugar, una señora bajita, con no menos de 60 años de edad y sin aparente fortaleza ni siquiera para sostener una hamburguesa, mucho menos un arma, me dijo que llamaría la policía para que levantara un reporte. Pensé: “Muy bien. Seguro con un reporte puedo cobrar el seguro”. Media hora después, empero, la policía no había aparecido.

Ante perder mi vuelo y pagar la ventana rota, elegí lo segundo y regresé mi auto, un muy buen Kia Rio, del que luego hablaré. Pero no pude dejar de pensar entonces como aún no lo hago ahora, que no es que seamos más o menos violentos, tengamos más o menos criminalidad y una policía más o menso efectiva. Lo que tenemos es una mala publicidad interna, generada por nuestra propia insistencia en hablar mal de nosotros mismos. Y de esto, nuestro vecinos no tienen nada, mucho menos en Texas, que es el estado más egocéntrico de toda la Unión Americana (¿ya percibieron que es imposible andar una cuadra sin ver al menos una bandera de Texas?).

Nuestros vecinos del norte nos hacen pensar que su policía tiene la misma efectividad que vemos en series de TV, como CSI. Pero esto es tan alejado de la verdad como pensar que ir a Monterrey significa una sentencia de muerte.

Recibir un “cristalazo” en Dallas no significa que toda la ciudad o el país sea violento. Como recibir algo similar en Guadalajara tampoco quiere decir que vivimos el caos. Lo que sí es que hay que cuidar nuestra imagen mejor. Y en esto, nuestros vecinos del norte, son los mejores maestros.
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