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Motor de arranque

Percepción es todo

Los japoneses entraron de una manera tímida a Estados Unidos. Llevaron autos chicos, poco potentes, que fueron ridiculizados por los locales, acostumbrados a conducir vehículos de más de cinco metros de largo, que con mucha frecuencia usaban motores de ocho cilindros. Pero, mejor que nadie, mejor incluso que los estadounidenses, fueron adaptándose al que durante mucho tiempo fue el mayor mercado del planeta. Sus autos fueron creciendo en tamaño y ganando poder, como era lógico. Fueron un paso más allá que los estadounidenses, que en su arrogancia no pensaron ser necesario seguir. Ese paso se llamaba calidad. Poco a poco, los estadounidenses fueron percibiendo que hacían un mejor negocio comprando un vehículo japonés, que uno hecho en Detroit. Los orientales costaban menos, duraban más, exigían menor mantenimiento. El prestigio de los autos japoneses fue creciendo como la espuma, hasta que Toyota llegó, en muy buena parte debido a su desempeño en la Unión Americana, a ser el fabricante líder en el mundo. Hoy, los productores de Detroit están luchando por revertir esa realidad, para volver a los tiempos en los que reinaban absolutos en la cima del prestigio nacional y mundial.  El problema, es que están usando otras armas. Y los japoneses no están sabiendo cómo huir de la ofensiva enemiga.

Uno de los discursos que más se escuchó, en los últimos 10 años, de parte de los ejecutivos de los Tres Grandes, es decir, General Motors, Ford y Chrysler, es que la calidad de sus productos ya era, con mucha frecuencia, “mejor que la de Toyota”, como solían decir. De acuerdo con ellos, el problema es que la gente ya estaba acostumbrada a pensar que un Toyota o un Honda, siempre sería superior a cualquier vehículo estadounidense. Decían que los análisis hechos por instituciones como Consumer Reports o JD Power, no eran necesariamente confiables. De hecho algunos, aunque tal vez no abiertamente, acusaban a Consumer Reports de ser “amantes de los japoneses”.

Uno de los problemas es que Detroit tardó mucho en reaccionar. La mala calidad de sus autos no se reflejaba sólo en la cantidad de desperfectos que mostraban los estudios de JD Power, o en la baja durabilidad señalada por las encuestas y pruebas organizadas por Consumer Reports y por los medios de comunicación, era visible en la pobre elección de materiales, en la distancia entre las partes de su carrocería, en los ruidos que se escuchaban en su interior.

Hace poco menos de cinco años, finalmente los fabricantes de Estados Unidos comenzaron a entender que ya nadie aceptaba los plásticos más baratos que los de una caja de dulces en el tablero de sus coches. Pocos seguían comprando motores enormes y sedientos, que muchas veces tenían rendimiento menor que máquinas más chicas y modernas, de origen europeo o asiático. Ya ni siquiera en el diseño Detroit estaba al frente.

Poco a poco, sus productos comenzaron a mejorar. Y la expresión “mejores que Toyota” pasó a ser válida en algunos casos, como el del Ford Fusion, por ejemplo. El problema es que, como habían hecho las cosas de manera pobre durante tanto tiempo, ya nadie les creía. Y como los coches no se compran por patriotismo, sino por que nos parecen buenos o malos, bonitos o feos, con o sin prestigio, pues los estadounidenses seguían comprando Toyota, Honda, Nissan, Mazda o Mitsubishi. Incluso coreanos como Kia y Hyundai.

Era un problema de percepción. Los locales estaban viviendo lo mismo que habían experimentado los japoneses en sus primeros años en la Unión Americana.

Hasta que una oportunidad cayó del cielo.

Toyota, el rey de la calidad, el impecable productor de vehículos en serie, el inventor del sistema de manejo de inventario llamado "justo a tiempo", había, finalmente, mostrado una debilidad. Era fundamental aprovecharla.

El escándalo del llamado a revisión de millones de vehículos, que comenzó a finales del año pasado y parece no terminar nunca, era la ruta de escape que buscaban los fabricantes de Estados Unidos para decir, de nuevo, “somos mejores”.

Y el detalle es que el suceso tomó a Toyota por sorpresa. Los nipones, ahora ellos, estaban sentados arriba de su éxito, mirando al resto del mundo desde lo alto de su ego cuando el problema con los aceleradores “pegajosos” —que eventualmente quedaban atascados en ciertas, aunque raras, condiciones climáticas y de uso— les jaló el tapete. El manejo de la información de la empresa hacia el público y las autoridades fue un ejemplo de cómo no hacer las cosas. El resultado no se mide sólo por los más de ocho millones de vehículos revisados, también viene por una multa de 16.5 millones de dólares por haber ocultado información de las autoridades, pero más que nada, se puede medir por la pérdida de prestigio.

Después de todo ese problema, la gente ya desconfía de los productos japoneses, principalmente de Toyota. Hasta el “amante de los japoneses”, Consumer Reports, encontró una falla en una camioneta Lexus (la división de lujo de Toyota) que obligó al fabricante a dejar de venderla y hacerle una revisión por problemas de estabilidad.

Ese cambio en la percepción del consumidor, es el precio mayor que está pagando Toyota por sus errores. Para Detroit, fue como haber sacado en la lotería. Toyota, si quiere ya no diría seguir como número uno del mundo, pero al menos como una marca rentable, debe usar mucha inteligencia, transparencia y dinero para revertir la situación en la que se metió. Repito, la gente hoy, ya percibe a sus autos como poco confiables. Y la percepción —todos saben muy bien y lo han vivido en carne propia— lo es todo.
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