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Motor de arranque

El rescate es necesario, aunque no sea justo

Durante toda la semana, el tema fue la presencia de los Tres Grandes fabricantes de vehículos de Estados Unidos en Washington, en un intento por convencer a los senadores de que les presten, con carácter de urgencia, 25 mil millones de dólares, que sería un dinero aplicado para la simple y llana supervivencia inmediata de General Motors, Ford y Chrysler, en su orden de importancia para el mercado local. Como ya sabemos, el Senado quiere escuchar cómo pretenden usar ese dinero para volver a ser rentables antes de firmar el cheque.

La actitud de los congresistas es loable, sensata y políticamente correcta. Exactamente la que se espera de legisladores. Claro, todos saben que éste es uno de esos momentos únicos, en los que tendrán tanta atención del público, que no pueden desperdiciar la oportunidad de mostrarse trabajadores conscientes, algo que les ayudará a conseguir votos para mantenerse sentado en una de las prestigiosas sillas del Senado estadounidense.

Es cierto que los problemas por los que hoy vive la industria automotriz americana se deben a sus errores. De un liderazgo absoluto desde la época de Henry Ford hasta la década de los 80, los fabricantes de autos estadounidenses apostaron, por ejemplo, por el inmediatismo en lugar del largo plazo. Se dedicaron a fabricar camionetas grandes, que tiene más margen, pero dejaron tan de lado la producción de coches, que los japoneses tomaron su lugar. También pecaron de arrogantes, al permitirse concentrar la casi totalidad de sus fuerzas en el mercado local, mientras los demás fuertes rivales, europeos y asiáticos, se fortalecían en sus casas, pero también en Estados Unidos. Se dejaron llevar por la tentación de descuidar la calidad y, de nueva cuenta, fueron rebasados por los demás en este rubro.
Hasta los coreanos, vistos con desconfianza en los años 90, ya hacen coches mejor cuidados que los americanos.
También cedieron a la tentación de dejar crecer los gastos con los sindicatos, que reclamaban partes cada vez mayores de las inmensas utilidades de los Tres Grandes.

Permitieron que sus ejecutivos estuvieran siempre entre los mejor pagados del mundo. Tomaron estrategias de mercado equivocadas, al crear marcas que competían contra otras dentro de la misma casa, haciendo coches iguales con parrillas diferentes, lo que funcionó mientras la gente era poco educada, mientras los consumidores no sabían exactamente qué estaban comprando. Hoy en día, esas marcas “satélite” consumen más dinero que beneficio.

Cometieron el pecado de la lujuria al querer adueñarse de todas las marcas de prestigio que pudieran, sólo para más tarde darse cuenta que deberían venderlas por el precio que fuer, ya que drenaban más dinero de lo que generaban. Así fue con Jaguar, Land Rover, Lamborghini y Aston Martin. Así aún es con Volvo y Saab.

Los Tres Grandes cometieron más errores de los que se “permiten” cometer, es cierto, pero es aún más verdad el hecho de que son absolutamente necesarios no sólo a Estados Unidos.

Caso la industria automotriz estadounidense como hoy la conocemos, cierre sus puertas, los fabricantes extranjeros que operan en Estados Unidos o fuera de ese territorio, no tendría la capacidad de producir todos los autos que el mundo, desarrollado en función de este tipo de transporte, necesita. Los proveedores de partes, en la mayoría de los casos, son comunes tanto a los americanos como a los japoneses, europeos y coreanos. Al producir menos, sus precios subirían, afectando a toda la industria en el planeta y creando una bola de nieve que arrastraría consigo la economía mundial.

Los senadores americanos están, empero, vigilando que los ejecutivos de GM, Ford y Chrysler no andan en jets corporativos. Acusan a esa industria de favorecer a los de “cuello blanco”. Como si ellos mismo no anduviesen en aviones particulares, ni tuviesen una amplia nómina y prestaciones igualadas por pocos. El picante siempre arde menso en el ojo ajeno.

En los años 80, Chrysler estaba mal administrada y no era capaz de enfrentarse a la cada vez más dura competencia de parte de los japoneses. Su jefe ejecutivo de entonces, Lee Iaccoca, fue a Washington a pedir dinero y lo consiguió. No era —como ahora no lo es— un pedido de rescate, sino un pedido de préstamo. Entonces, Chrysler obtuvo el dinero y pocos años más tarde pagó cada centavo, con sus respectivos intereses.

Los congresistas estadounidenses están siendo, desde mi punto de vista, populistas ante una decisión sobre la que no hay mucho que pensar. Dejar morir a la industria automotriz americana es amenazar de muerte a la economía de su país. Aún peor, es poner en riesgo a las finanzas mundiales.
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