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Marchar o no marchar

Sobre el servicio militar o ''marchar''

GUADALAJARA, JALISCO (25/JUN/2011).- Debió haber sido el año de 1988, fecha en la que había que ir a la Plaza Juárez, igual que miles y miles, a un sorteo para ver si la suerte decía que había que marchar o no. En esos años hacer el Servicio Militar Nacional se conocía como marchar. Básicamente porque –según contaban quienes ya lo habían hecho– hacer el Servicio significaba marchar y marchar, de ocho de la mañana a una de la tarde, todos los sábados. Recuerdo haber llegado a la plaza, haber visto miles y miles de desconcertados jóvenes, cientos de militares y un templete desde el que a través de un deficiente sonido se gritaba si al conscripto le tocaba bola negra o bola blanca. Nunca entendí qué relación había entre una bola de color y la suerte de marchar o no marchar.

Cuando mi padre se enteró que me había tocado bola blanca, puso la cara como si le hubiera dicho “nos sacamos el melate: somos millonarios”. Él que siempre nos había comprado zapatos más próximos a la milicia que al dandismo y cuando nos llevaba a la peluquería ordenaba que nos hicieran casquete corto tipo militar, muy seguramente consideraba que era un honor que su hijo sirviera a la patria. Y su hijo se encontraba muerto de miedo porque definitivamente la milicia o lo que oliera a ello no se encontraban, ni de chiste, entre sus planes de vida. Consideré muchas posibilidades, a pesar de que mi padre me decía que no me iba a escapar, que hiciera lo que hiciera tenía que ir a marchar. Porque si no, nunca iba a poder tener licencia de manejo, ni pasaporte para salir del país y nadie me iba a dar trabajo.

Llegó, pues, el día en el que había que ir, por primera vez, a la región militar que correspondía (allá por la Base Aérea). Como estaba a punto de convertirme en un patriota distinguido, mi padre me prestó su camioneta para llegar. Arribé puntual, con los nervios de punta. Estacioné la camioneta y me bajé sin mirar a nadie. Todo el tiempo que estuve ahí, formado, entregando la precartilla, esperando a que me dijeran qué había que hacer, fui testigo de cómo la mayoría de los militares, con cualquier pretexto, le ponían unas santas maltratadas a los conscriptos: a uno que le veían el pelo largo, le gritaban que si para la próxima volvía con ese pelo ahí mismo lo trasquilaban y lo ponían a dar 50 vueltas a la cancha de fútbol; a otro que lo veían vestido raro, le decían que si era marica para vestirse así, que lo iban a encuerar y a ponerlo a dar 50 vueltas a la cancha… y así.

Yo, por si las dudas, no volteaba a ver a nadie. Luego de haber completado el trámite, a 50 metros de salir, un militar me gritó: ¡soldado! Yo, como no era soldado, seguí caminando. Él, indignado por lo que consideró un desacato corrió hasta mí, se me plantó enfrente y me preguntó por qué lo había ignorado. Cuando le respondí que yo no era soldado, se puso de todos colores y gritando me empezó a explicar el porqué todo ciudadano que hace el servicio se convierte en soldado. Luego, me dijo que mi desacato me iba a costar: que me pusiera a dar 50 vueltas a la cancha. Yo, no sé por qué, comencé a caminar hacia afuera. El militar me siguió, gritándome que volviera y obedeciera. Y yo no paré hasta llegar a la camioneta, mientras oía cómo me gritaba, amenazándome con todo lo que me sucedería, el sábado que volviera.

Pero no volví el siguiente ni ningún otro sábado. Unos años no tuve cartilla, pero no me hizo falta. Ahora ya nadie la pide. Ni para abrir una cuenta en Banjército.
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