Los especiales
Hacer fila es una de las acciones menos cómodas e interesantes que pueden existir
GUADALAJARA, JALISCO (07/MAY/2017).- Hacer fila es una de las acciones menos cómodas e interesantes que pueden existir. A nadie le gusta hacer una, lo mismo que a nadie, que no sea un fetichista, le agrada que le apliquen una inyección. Pero lo mismo que la inyección puede ser indispensable para mantenernos saludables, hacer fila puede resultar necesario por varios motivos: para avanzar hacia un punto en común, por ejemplo, sin que se haga el caos. Para respetar un orden de llegada, también, o el criterio apropiado en cada caso (a los niños de las escuelas suelen formarlos del más bajo al más alto, etcétera). La fila es un incordio pero mucho peor es lo contrario: la ley de la selva.
Al tapatío promedio se le resiste lo de hacer filas. Lo demuestra cuando maneja: somos una ciudad de gente que invade los acotamientos en calles y carreteras, para reaparecer triunfalmente unos metros adelante y tratar de colárseles a los que siguieron el orden.
Somos, también, una ciudad repleta de gente que se hace la desentendida para ver si consigue meterse antes de turno en las filas de cines, aeropuertos, bancos o tiendas de autoservicio. Con el pretexto de ir a preguntar algo, miles de tapatíos cada día intentan saltarse a sus semejantes. Y en ocasiones sus marrullerías se ven coronadas por el éxito (por eso es que lo siguen haciendo, claro está).
Pero, incluso por encima de ello, somos una sociedad en la que existe una calaña particular de personas que se sienten por encima de sus conciudadanos, y a las que algo tan humilde como formarse parece significarles una deshonra intolerable. Pongo un ejemplo sencillo y doméstico para ilustrarlo. Acudo a una tienda que, a pesar de que para todo efecto práctico es una abarrotera bien surtida, insiste en colocarse el rótulo de “gourmet”. Hay fila en la caja. Tomo los artículos que voy a pagar y me formo. De la nada, cuando estoy a punto de que me cobren, aparece una mujer envuelta en abrigo de pieles (a pesar de que el termómetro la desautoriza: estamos a 33 grados) y coloca sus vituallas por delante de las mías. Es una mujer en la que parecen haberse probado todos los cirujanos estéticos de la Zona Metropolitana. Su nariz es del tamaño de un dedal y más afilada que la hoja de una navaja. Los ojos, por lo contrario, son enormes, gatunos, decorados por unas pestañas dignas de la cola de un pavorreal. La dama (seamos corteses) me da un empujón para caber en el mostrador a plenitud y le ordena a la cajera, con voz de plantadora de algodón armada de un látigo: “Niña: cóbrame a mí primero, que traigo prisa”.
La pobre cajera, que es jovencita y debe tener pánico de que la corran, me lanza una mirada de súplica, que ya es prácticamente una disculpa. Una mirada que significa: “Lo lamento, pero esta señora me da miedo y grita muy fuerte”. Quizá lo sensato habría sido rendirme, pero por alguna causa (las miradas de odio de las tres mujeres detrás de mí), me rehúso. “Perdón, señora, pero aquí todos tenemos prisa y estamos formados”.
La mujer ni siquiera responde. Bufa como un toro, arroja los víveres que porta en las manos y abandona el campo murmurando entre dientes cosas como “Nomás falta que un gato [es decir yo] se me ponga al brinco”. Me quedo lívido, claro. Al menos, antes de que la ofendida se vaya, una de las mujeres en la fila alcanza a decirle: “Ay, pues qué especialita”.
Una ciudad de especialitos. Eso somos.